No dejo de preguntarme si los políticos que nos representan –sólo nos representan aunque a menudo lo olviden– son lo mejor que podíamos encontrar. Realizan una labor encomiable, esencia de la democracia, pero ofrece dudas que -en la evidente maraña de alianzas e intereses-, sea el servicio a la sociedad el motor para alcanzar la cúspide de una formación, o cualquier cargo. Listas cerradas, nombres de progreso interno, endogámico. Llegados a las Cortes, se guían por la «disciplina de partido» para emitir sus votos -si es que van, que ni siquiera acuden siempre-. ¿No sería más operativo que fuera una sola persona por sigla? El resto podría dedicarse, en ese tiempo, a otros menesteres. O… pelear por los intereses de sus votantes, como hacen en otros lugares donde la elección es por listas abiertas.
Nos cuentan que el sueldo de los diputados es de 3.126,52 euros mensuales, a los que se suman los complementos que, en su caso, tenga cada uno en razón del cargo que ocupe. El menor de ellos es de 870,56 para los electos en Madrid, 1.823,86 para los que viven en cualquier otra circunscripción destinados a gastos de alojamiento y manutención en la capital, dado que tengo la impresión de que viajan gratis y en preferente. Pero existen muchos más añadidos en razón de si hacen algo más que apretar el botón del voto -valga-. Por ejemplo, el presidente de la Cámara percibe 3.605,38 en concepto de complemento como miembro de la Mesa, otros 3.915,16 de gastos de representación y 3.210,08 de gastos de libre disposición.
A muchos, este dinero no les basta y trabajan en otro lugar. Hasta en más de uno. El Congreso acaba de autorizar a Acebes y Michavila a cobrar un tercer sueldo en el sector privado. El primero no ha intervenido jamás en una sesión este año, Michavila lo hizo hace cuatro meses. Y ninguno de los dos trabaja de peón de albañil. Marea ver las altas responsabilidades a las que se enfrentan en sus trabajos privados, y… las altas remuneraciones que deben percibir.
Además, la política, al parecer, aporta grandes conocimientos para dirigir negocios. Al abandonar su ejercicio activo, nuestros representantes resultan beneficiados con auténticas loterías de cargos en empresas, con remuneraciones millonarias. Existe una leve regulación con la Ley de Incompatibilidades, pero sin auténticos mecanismos para impedir esta fuga a la prosperidad, recién abandonado el puesto.
Zaplana se lleva a casa un millón de euros -imagino que anuales- por sus puestos en los consejos de las filiales Telefónica O2 Europe y Telefónica O2 República Checa. Ya sabemos que Telefónica le debe grandes favores al PP, que la privatizó. David Taguas, ex director de la Oficina Económica del Presidente Zapatero, también se fue al mundo de la empresa, nada menos que a la patronal de la construcción. El meritorio Josu Jon Imaz, que renunció a la presidencia del PNV, ha curado sus frustraciones haciéndose cargo de PETRONOR, petróleos del Norte, que tampoco parece un mal destino. Tenemos muy bien colocados a Rodrigo Rato y José María Aznar, a Jaume Matas o a Narcís Serra. Lícito, en principio, produce una sensación poco estética en la ciudadanía.
Os propongo que investiguéis -y es fácil, hoy, hacerlo en Internet-, quienes presiden o aconsejan a los principales emporios del país. Por ejemplo: Supermercados Carrefour, la empresa que primero se apuntó a beneficiarse de la libertad de horarios decretada en Madrid por Esperanza Aguirre. La preside Rafael Arias Salgado, otro ex político del PP; pero por allí han pasado José Pedro Pérez-Llorca, Pío Cabanillas Gallas, Rodolfo Martín Villa, Luís Manuel Coscuella, Josep Borrell o Francisco Álvarez Cascos.
Los políticos no contribuyen con sus sueldos al mantenimiento de los partidos, estos reciben subvenciones por numerosos cauces, pero tampoco parece bastarles. No soy la única que me asombro de la calidad de nuestra política, por fortuna. Hoy Javier Martínez Reverte, en una Tribuna de El país reflexiona:
«Si la cantidad es suficiente, la posición de los partidos ante la corrupción debería ser de una claridad meridiana; y si no lo es, deberían explicarlo y pedir más dinero, porque los partidos son absolutamente necesarios en un sistema democrático. Y año tras año vemos cómo los partidos políticos gastan más de lo que recaudan, que no es poco. Y no entran en quiebra. ¿Por qué? Porque los Parlamentos lo permiten, y porque los bancos lo consienten. De cuando en cuando, hasta les condonan sus deudas. Los partidos se han convertido en estructuras que devoran recursos sin cuento, lo que favorece que existan corrupciones, sobre todo en los ámbitos locales, en los que es más fácil confundir el interés personal con el político.
Lo peor es que casi todos los partidos democráticos participan, cómplices entre ellos, del implícito acuerdo de no cuestionar sus sistemas de funcionamiento. Y, como apéndices de esas estructuras, los parlamentarios fijan sus propios emolumentos, sus dietas de viaje y comida, y hasta sus planes de pensiones, algunos tan escandalosos como los que disfrutan los parlamentarios europeos, que alcanzan además el derecho a la pensión máxima con tres años de dedicación mientras un trabajador normal necesita 35.
Los partidos son estructuras sin alma. Son edificios. Unos edificios habitados por gentes que pueden tener en origen un encomiable afán de servicio público, pero cuyos intereses son los de profesionales que tienen que sostener un tren de vida, y defender con uñas y dientes un puesto de trabajo para el que no es fácil encontrar repuesto».
Es imposible que políticos de la calaña que estamos viendo estos días, cerrando comisiones sin haber investigado nada, justificando lo injustificable, sean nuestros representantes más idóneos, siquiera que merezcan serlo de sus votantes estrictos: ni una sola voz discordante ante los atropellos. Viven como dioses, reciben sustanciosos emolumentos, tienen su futuro asegurado, vuelan por sus días entre flashes, halagos y peloteos, y además gozan del poder y todo lo que implica en cuanto a accesos a prebendas y capacidad de aplastar sin contemplaciones. Entre los más dispuestos también hay mucha inoperancia, no vemos resultados suficientes. Tenemos que plantearnos, muy seriamente, si podemos seguir tolerando este estado de cosas. Y, sobre todo, si con el dinero que nos cuestan no podíamos pagarnos algo mejor.
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