Sí, solo hace 40 años. Cinco jóvenes fueron ajusticiados el 27 de Septiembre de 1975 en aras de una de esas leyes que Franco sacaba de la gorra de los horrores. Ángel Otaegui y Juan Paredes, militantes de ETA; y José Luis Sánchez Bravo, Ramón García Sanz y José Humberto Baena, del FRAP. El dictador no hizo caso de la presión internacional, ni de la petición expresa del Papa Pablo VI. Los cinco fueron fusilados… al alba.
Apenas dos semanas después, en un ventoso y frío 12 de octubre, Francisco Franco enfermó y, tras una dura agonía, murió en su cama el 20 de Noviembre. Tenía 82 años, de los cuales había pasado más de 40 comandando una férrea dictadura, tras vencer en la guerra civil que desencadenó con su golpe de Estado al gobierno legítimo de la II República.
Los que vivimos aquellas últimas ejecuciones del franquismo y lo contamos éramos muy jóvenes entonces, pero 40 años es poco tiempo para borrar las huellas de todo el cúmulo de atrocidades en una sociedad. Las personas arrancadas de sus hogares para no volver. La suciedad de las denuncias, la arbitrariedad sin límites, el pensamiento único y disparatado. En los genes de España están los de quienes perpetraron aquello, un país no se repone de algo así y menos cuando se ha saldado con total y absoluta impunidad. Al punto de ser venerado aún el franquismo en nombres de calles, plazas y recuerdos por sus herederos naturales. Los que tan cómodos se sienten aún con él.
Hablando anoche con mi amigo Gonzalo Semprún recordaba él aquella canción que Luis Eduardo Aute compuso y cantó aún con ruido de sables -duraron bastante tiempo-, disfrazando de amor humano el amor a la justicia y a sus últimas víctimas sacrificadas en la cerrazón. Y entonces el recuerdo revive en latidos ciertos del momento.
Hay una losa que va cayendo hoy también con las profundas dosis de intolerancia y manipulación desplegadas para coartar a los catalanes que votan al Parlament este 27 de Septiembre. Será para escribir otro tratado lo sucedido estos días. Tampoco aquí hay equidistancia, ni pesos similares en los «bandos». Es más fácil hablar que apalear, o debería serlo. La profunda brecha no es realmente por el resultado -por mucho que hayan exacerbado los sentimientos más primitivos de muchas personas ajenas incluso al proceso-, es por cómo se han desarrollado los hechos. Hasta leyes nuevas y tribunales remozados tenemos. Las portavocías mediáticas también precisarán una seria reflexión. Hay veces que las contrapartidas que aporta el poder no lo compensan todo.
De muertes, memorias e impunidades habla el actor y escritor Juan Diego Botto, aquí, con Javier Gallego, a partir del minuto 95 del programa 80 sobre los fusilados del franquismo. También fueron a buscar a su padre, en Argentina, y tampoco volvió a verlo. Y no olvidó.
A otra amiga, Olga Lucas, viuda de José Luis Sampedro, le llevaron igualmente a su papá para acabar en un campo de concentración nazi, tras haber huido de la España en guerra. Lo cuenta en Sala de Espera, fresco en la memoria y el dolor, como si fuera ayer.
Las historias terribles, injustas, impuestas con la bota en la cerviz, dejan profundas huellas. Se curan con justicia y desde luego invirtiendo los caminos que pudieron producir y desarrollar estas catástrofes. Hemos de parar, pensar y dar la vuelta, arrinconando los turbios males que dañan nuestra vida.
La noche aún tiene negrura atrasada, habrá que abrir la mañana a la luz. A veces es tan simple como destapar las ventanas.