Ya se ve la luz al final del túnel. Nos lo dicen –ahora- todos los días. Con aviesas intenciones, bien es cierto. Probablemente son personas que –debido a sus cargos de moqueta y limusina- nunca han estado en un túnel de verdad. No de esos que distan mucho de ser los artificiales que horadan las máquinas para hacer carreteras más cortas y accesibles. Es como comparar los canales con los ríos.
En Asturias estuve este verano en la Cuevona de Cueves, parroquia de Junco, en el concejo de Ribadesella. Primero hay que llegar a Ribadesella y conducir durante unos 5 kms. por carreteras secundarias. A veces la autovía queda cerca pero nadie ha construido un acceso ni para entrar ni para salir hacia Cueves. Se intuye por tanto que uno no marcha por terreno ortodoxo, por el que va el “todo el mundo” que tanto gusta.
Frente a la entrada de la cueva hay dos opciones: atravesar el túnel con el coche o aparcarlo y hacer el trayecto a pie. Lógicamente mis amigos y yo elegimos ir caminando. Éramos cuatro personas y cada una afrontó la experiencia de forma distinta. Con mayor o menor seguridad. Lo cierto es que la luz es escasa en algunos tramos de los 300 metros del túnel y –como sucede con lo desconocido- uno no sabe qué se va a encontrar. Algo sin embargo es probable: que pase algún coche y nos no vea.
Es decir, cuando se entra en un túnel uno puede ir dotado de un automóvil con su motor, sus ruedas, su carrocería y sus luces, en moto o bicicleta -más expuesto- o afrontarlo a cuerpo. Se puede ser consciente de los peligros que puede entrañar la travesía o no serlo en absoluto. También calcular las ventajas y los riesgos –mínimos en este caso- con valentía o tener miedo y perderse por él la belleza del camino. Porque, en concreto aquí, la Cuevona resulta ser una maravilla de formas y texturas. Dicen que la habitan murciélagos que huyen de los humanos y hasta una salamandra ciega. No siempre son así los túneles, los hay más áridos y más sombríos.
Conforme se avanza se adentra uno en la oscuridad y en lo imprevisible. No sabe tampoco cuándo aparecerá… la luz al final del túnel. Aquí tenemos la certeza de que la habrá, si llegamos. No siempre es así. Nos podemos encontrar en una cueva que solo admite la vuelta atrás o en un callejón sin salida.
Y sí, al final, la luz es cierta y conduce a un espacio abierto: a Cueves en este caso.
Con turismo escaso en esas fechas, la primera sensación es la paz y el silencio. Tan intenso éste que invita a hablar en voz baja para no romperlo. La carretera muere en Cueves y el pueblo, de unas pocas casas, es una preciosidad.
“Venga Vd. en invierno”, dice quien regenta el único bar. “Aislados por la nieve y aquí no viene nadie”, comenta. No hay otra forma de acceso que el túnel. Y sí, aún, un apeadero de tren en el que el conductor para si ve a alguien esperando. Sucede poco. No sabemos cuánto durará una línea, una parada al menos, tan poco… “rentable”.
Cueves resulta ser un sueño delicioso al final del túnel. Solo que sin salidas más allá. No queda más que regresar al corredor, hacer el camino inverso. Volver a las carreteras secundarias, cruzando, sin tocarla, la prisa de la autovía. Regresar allí de donde se vino.
El paraíso asturiano no puede servir de metáfora exacta de la angustia del túnel del que nos hablan, de la falta de expectativas. Pero la Cuevona sí de que la oscuridad con incertidumbres no es segura para andar sin parapetos y sin ruedas. El túnel en el que nos dicen alumbra ya una luz al fondo, ni siquiera trae la quietud hermosa de un pueblo solitario, sino un mundo que ya no tiene el Estado del Bienestar que conocimos. Volver atrás como único camino. Pero ya la segadora de la codicia y el lucro lo ha arrasado todo.
No la belleza, la vida que fluye, como eterno nuevo punto de partida.
*Las fotos son de Choni Sánchez, Antonio Luis Martín (@piezas) y mías