Fue un descubrimiento al recopilar exhaustiva información para mi último libro. Todas las encuestas y estudios reflejan el mismo porcentaje para respuestas teñidas de involución: el 30%. Son aquellos a quienes no les molesta salir a manifestarse al lado de banderas franquistas con aguilucho; son los que piensan que la sublevación militar del 18 de Julio de 1936 estuvo justificada, los que prohibirían que catalán y vasco ¿gallego también? fueran idiomas cooficiales en sus territorios, o cuestionan toda decisión progresista. ¿Siempre se pronuncian así lo mismos? La lógica diría que sí.
No son racistas pero tacharían del mapa europeo a Rumania. No se consideran homófobos pero preferirían apartar de la mirada colectiva a quienes eligen como opción sexual su mismo género. Rechazan ser calificados de extrema derecha, cuando todas sus actitudes apuntan en esa dirección. Hay quién para no incomodarles ha acuñado un término sarcástico: extremo centro. El 30 por ciento de la población, un elevado porcentaje.
Para uno de los post de ayer miré también los partidarios de la fiesta de los toreros -como la define El Roto-, aquí rozan el porcentaje, pero no llegan al 27%.
Ya no es fácil encontrar los enlaces y me llevaría demasiado tiempo buscar entre mis archivos en papel. Pero en el intento sí han aparecido este par de perlas:
El 30% de los españoles tiene mal aliento.
El 30% de los españoles prefieren a Calvin Klein sobre otras marcas de lujo.
El 30% de los españoles impuso sus costumbres durante 40 eternos años –algunos de ellos los viví-. Y continúan sus campañas impunes para que nada cambie. Derribando escollos sin contemplaciones. Según la vieja táctica. Ignacio Escolar, como siempre, lo cuenta muy bien.
Ese tipo de pensamiento ultramontano se venía dando de forma residual en Europa, pero la crisis económica, y el divorcio entre la clase política y la ciudadanía, han hecho aflorar peligrosas posiciones retrógradas, sobre todo en el complejo caso italiano. Holanda también se apunta. Incluso paradójicamente Rumanía.
Cuando alguien llega a decir que España es diferente y que –a mucha honra– no tenemos por qué seguir tónicas europeas, pienso en que sus sueldos duplican en muchos casos los nuestros, que varios han erradicado el mileurismo, que suelen ser más educados, más participativos y responsables con la vida social, con el bien común. Que salvo los británicos –y en menor medida franceses y alemanes- hablan idiomas para entenderse con los demás. A muchos extranjeros les divertimos, pero empiezan a cansarse.
Así lo contaba Beneker hace unos meses:
“Por favor, ¿tendría la amabilidad de darme un café?”.
Si alguno de ustedes ha visto alguna vez a un español haciendo eso en el extranjero, por favor, fílmelo con su móvil: es una especie en extinción.
Allá por donde van los españoles hablan en imperativo: “¡Eh, ponme un café!; “Dame un cruasán!”; “¡Sírveme una caña”; “Pásanos unas hamburguesas…!”.
Hablar así en España no es un delito porque es lo normal. Un país que ha perdido todas las normas del protocolo, la cortesía, la educación y la urbanidad, cree que en todo el mundo las reglas son iguales. Pero no: el resto del mundo no es así y por eso se percibe a español como si tuviera los defectos del nuevo conquistador.
Debido a esa forma de expresarse, los empresarios, ejecutivos, turistas y viajantes españoles tienen tanta mala fama en el extranjero. Caen muy mal. Además, parece que siempre “están bravos”.
Éste sería el menos grave de los síntomas, pero muestra una realidad profunda. La culpa la tiene el 30%. Con el aliento apestando a involución, falta de escrúpulos y cinismo, aunque vistan perfumados trajes caros. Por eso hay que luchar cada día para arrebatarles territorio, para no ceder a sus chantajes y trampas. ¿Marcharse? No. España es también nuestra. Más, quizás, por lo que nos ha costado seguir viviendo en ella, a pesar de todo.