La grandeza nacional

Aminetu Haidar ya está en casa, reforzada su inmensa dignidad, su tesón y su coherencia. Pero ahora resulta que España, el gobierno de España por supuesto, lo hizo todo mal. ¿Hubiera sido mejor tirarla al mar antes que acogerla cuando Marruecos no la dejó entrar? Es que además ha precisado –dicen- ayuda de Francia y EEUU para solucionar el problema. El caso es que se ha resuelto y que nadie –ni los países más poderosos, ni la UE que ayer mismo planteó una resolución y luego la diluyó- osa enfrentar al régimen alauita (Francia y EEUU le han tratado con mimo) a pesar de la evidencia de que cómo pisotea los derechos humanos. “Hay intereses” dicen. Claro que sí, fundamentalmente económicos, aunque no solo.

Ya hablamos hace unos días del mito sobre el prestigio internacional de España. Tenemos el que nos corresponde y el que nos hemos labrado. Poco. Y a lo largo de toda nuestra Historia. Lo asombroso es que en lugar de trabajar codo con codo por mejorar la situación estructural en el fondo y aunar esfuerzos por tener más voz fuera, aquí hundimos al gobierno haga lo que haga. Por intereses siempre. De poder y también, cómo no, económicos, que no dejan de ir ligados.

Detenidos en la hojarasca se nos nubla el futuro. Conflicto épico porque Cataluña abre la puerta a prohibir los toros, y lo debate por una iniciativa ciudadana. Estoy con Ignacio Escolar, punto por punto. Sólo España conserva la primitiva –en el más estricto sentido de la palabra- pasión/odio por el toro con la que nacieron buena parte de las sociedades antiguas. Llamar “fiesta nacional” a disfrutar incordiando, torturando y matando a un animal, ya dice bastante de nosotros. El mejor crédito para nuestro prestigio internacional. Pero hay que mantenerlo por intereses económicos –cortos- y por “el alma y tradición” españolas -¡qué miedo!-.

Igual que aflora, de nuevo, sólo con rascar apenas la superficie el eterno machismo español. Dos o tres post más abajo lo veréis. Y hoy hasta alguien que valoro con pasión, Ramón Lobo, se apunta con cierta frivolidad a la gracieta.

Se rechazan normativas europeas –como la que motiva la airada protesta de los taxistas- o la tendencia mundial de prohibir fumar en lugares públicos. Hasta Italia no lo permite, que ya es decir. Personalmente, me complica la vida, fumo, pero intento no ir en contra de la globalización, para una vez que acierta. Mucho habría que hablar en este punto de intereses económicos cortos.

Y el cambio climático. La cumbre de Copenhague nació aguada y en la mejor de las conclusiones no solucionará el problema. Es en España, por nuestra ubicación y por bastantes cosas más, donde más ha subido la temperatura. Los cultivos agrícolas –hasta la uva para el vino- se trasladarán más arriba y pocos querrán venir a cocerse en nuestras playas rodeados de cemento. A nuestro Presidente le dio la vena poética en su discurso en la cumbre y no planteó grandes resoluciones. Mal. Pero no nos quedemos en las hojas, como decía, que no les interesa mucho más el asunto a los demás.

Bajemos a la realidad. Una jueza belga autoriza que dos niños regresen con su padre  -belga- acusado de maltrato. Ha fallado en contra de la madre española con este argumento: «España es un país inferior a Bélgica. Albacete es una ciudad peligrosa».

Aún aguardo por cierto a que el defensor del cliente en los ferrocarriles belgas conteste a mi protesta por haber sido maltratada y discriminada -a comienzos del verano- en un tren de su país, al responder que era española, pese a mi 178, mi aspecto “europeo” del norte y hablar en inglés. Pero ellos sí defienden su grandeza… o su miseria. Atad cabos.

Las debilidades del mito

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No había planeado visitar esta ciudad que, según me dijeron, se llamaba Aachen y siempre me ha producido una sensación de aventura y suspense encontrarme en un lugar donde, si la lógica funcionase, no debería estar. El tema lo trató Tom Wolfe en “La hoguera de las vanidades”, en este caso como origen de un cúmulo de tragedias.

Tren Colonia-París. 10,45 de la mañana, llegaré a comer a la capital francesa y dispondré de tiempo para dar una vuelta por el barrio latino e insuflarme una vez más la belleza de Notre Dame. El convoy, de la compañía Thalys, tiene sus años. Transcurrida media hora, el jefe de tren dice en cuatro idiomas –ninguno de ellos el español- que se ha producido una interrupción de la vía poco más allá y nos van a llevar en autobuses a otra estación para salvar el obstáculo.

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Un autobús urbano aguarda nuestra llegada. Urbano, tal y como suena. Igual que los que conducen de Goya a la Puerta del Sol en Madrid pongamos por caso, y vamos a viajar por carretera. Las maletas colapsan enseguida el espacio y la mitad de los pasajeros nos quedamos en tierra. Inicio conversación con una pareja que resulta ser de Colonia y, poco a poco, se van haciendo animados corrillos, salvo unos pocos que permanecen aislados de todo contacto con los demás. Me explican que “no es inusual” que sucedan fallos en los trenes alemano-belga-franceses. Y que el principal problema es que siguen sin estar preparados para eventualidades. “En Londres hubiéramos tenido aquí 6 autobuses al momento, aquí vamos a tener que esperar que el autobús que se ha ido, regrese”, dice la mujer, Clara. Pienso que en España también tendríamos, probablemente, 6 autobuses, somos los reyes de resolver conflictos imprevistos por la facilidad en la improvisación.

En efecto, el vehículo tarda algo más de una hora en volver y nadie nos ha avisado. Estamos atados a la maleta y a la posibilidad de que alguien subsane el problema, mande otro autobús, que podría marcharse sin alguno de nosotros. No se puede ni ir al baño, ni a tomar nada, tampoco. Hago fotos desde el mismo lugar donde me encuentro, pegada a la estación.

Hoy sé que Aachen es Aquisgrán, el corazón de Europa, y que Carlos El Grande del que me hablaban, era Carlomagno, y que su Universidad es una de las más punteras de Alemania.. Vaya oportunidad perdida. ¿La torre sería un extremo de la Catedral?

Por un precioso sendero verde nos llevan finalmente a Bélgica. Pero no es una estación convencional, sino un apeadero. No hay servicio alguno, ni ascensor. El error de una señora con gorro ferroviario nos hace transitar a varios por empinadas escaleras, acarreando la maleta, de ida y de vuelta a la vía donde finalmente saldrá un tren para París. Varios caballeros me ayudan con el bulto a su iniciativa, pero no en todas las ocasiones.

Amarrado el tren adecuado, nos ubicamos donde nos parece, todos en el mismo vagón –dado que los viajeros del primer autobús no están allí-. Vamos a tardar otros tres cuartos de hora en arrancar. Hay un cierto revuelo. Un “enterado” de manual –que ha pasado el tiempo de espera trayendo «noticias»- dice que nos devolverán el importe del billete. Bajo a fumar y, con un par de alemanes, conversamos con el nuevo jefe de tren, un belga, que se bajaría con su equipaje en Bruselas. Le comentamos el asunto de la compensación económica con toda corrección. Pero él repara en mi acento y me pregunta de dónde soy. Me pide el billete. Sólo a mí. Sin saber dónde me he sentado, me dice que tengo que ir al último vagón, que me asigna el asiento 28. Le pregunto que por qué sólo a mí y que quién me va a llevar la maleta hasta allí. Lo piensa mejor y me envía al vagón cafetería adyacente, donde han instalado dos filas de asientos. Mi asombro crece cuando sube al vagón y envía conmigo a una familia de raza negra, compuesta por el padre, cuatro mujeres jóvenes, un chico adolescente y un bebé. De todo el tren, separa a una española y a una familia negra. Un nazi.

Son casi las dos de la tarde. Ni soñar en comer en París. Tengo hambre y se me está terminando el agua. Preguntó al nazi si dispone de comida y bebida. Responde: “Sí, pero es para los pasajeros de primera, vd. viaja en turista”. La cafetería abre a las 3 de la tarde en Bruselas, acumulando una disuasoria fila de viajeros.

Antes ha aclarado que la interrupción de la vía –el incendio de una conducción eléctrica- se ha producido en Alemania, y Thalys no se hace responsable de nada. Habremos de reclamar al Deutsche Bank, que, casualmente, es propietario de ese servicio. ¿Juegan al Monopoly los bancos de todo el mundo? Clara y su marido se encargarán de gestionar por mí cómo lograr el cobro en otra larga cola que se forma en la estación de París Nord. Me lo contarán por email.

Mi tiempo se había acabado. Notre Dame lo vi de refilón más imaginándolo que otra cosa. Y regresé a España sin problemas.

Más que nunca en el pasado, compruebo las graves deficiencias del sistema para cualquier lado que uno quiera mirar. Ahora tengo que emprender reclamaciones contra varios entes que han incumplido lo suscrito. Orange, cuyo servicio de Internet nunca funcionó, pero te tienen medias horas al teléfono para no resolver nada. Eso lo he solventando dando orden al banco de que no paguen la factura. Iberia por facilitar un servicio de seguro de viaje que roza lo fraudulento. Y –si no me olvido de nada más- contra los ferrocarriles centroeuropeos por el retraso, y la empresa Thalys por llevar a un nazi a cargo de uno de sus trenes. Para diez días de viaje no está mal el porcentaje. El sistema está podrido. Y, por más que luche -que lo haré- lo más probable es que no consiga nada porque los ciudadanos estamos indefensos ante el monstruo que nos agrede con total impunidad.

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