Fuertes destellos en los ojos a comienzos del verano, me llevaron al consultorio oftalmológico. Bastante tiempo atrás me había sucedido, muy esporádicamente, y había sido atribuido a una variante de jaqueca. Esta vez, una joven doctora, plantea un sombrío panorama: se puede desprender la retina. No puedo viajar ni apenas moverme hasta que vuelva a revisión en 15 días. Incómodas gotas dilatadoras de nuevo. Nada ha variado. Me voy de vacaciones pero como una inválida. Cada bache en el camino parece anunciar el cataclismo de la ceguera. Mis amigos padecen mis temores que yo creo justificados.
Para finales de agosto, consigo por fin hora con la oftalmóloga que me ha visto en otras ocasiones. El protocolo recomienda esas precauciones en casos como el mío, porque hay un 8% de pacientes en los que sucede. No parece que vaya a ocurrirme a mí, en ojos básicamente sanos. Va a ser jaqueca. Desaparecen las chiribitas, sólo con oírlo.
Para entonces ya me he mercado un par de trancazos, fruto de la explosiva mezcla entre calor agobiante y aire acondicionado para subsistir. Me son prescritos en ambas ocasiones antibióticos. A primeros de septiembre, me despierto una mañana con los párpados inflamados. Acudo a un centro oftalmológico cercano. Pomada como tratamiento. Al día siguiente, enrojezco como una colegiala. Mi médico de cabecera habitual está de vacaciones. Acudo a otro de la lista. Va a ser sinusitis y alergia. Una radiografía le aporta las pruebas: la sinusitis es “de caballo”. Posponemos el tratamiento de la alergia, hay que tratar el mal que me corroe con antibióticos… “de caballo”. Tercera tanda. El nuevo doctor me advierte que, diga lo que diga el prospecto, tome dos capsulas durante ¡diez días! Las compro en una farmacia con receta. Vienen tres pastillas, a tomar una cada día, pero una advertencia clara dice que esta dosis es orientativa y la adecuada la conoce mi médico. Necesito por tanto 9 envases. Lo encuentro raro. No lo tomo. Unas horas después me buscan de la farmacia a través de mi número de la Seguridad Social: han equivocado el medicamento. Es otro… que puede producir alergia específicamente. Me decanto por el viejo conocido: el clamoxil.
Cada vez me siento peor y esta vez me dirijo a un otorrino: no tengo sinusitis alguna en la misma radiografía que aparecía aquella “de caballo”. Pero ese enrojecimiento es sospechoso. Cojo hora para un alergólogo y un internista, por su recomendación. Ambos me dan la cita para muchos días más tarde.
En la antigua clínica de referencia de Madrid, una sala abarrotada tose. Una señora se ha llevado el ganchillo, otra un libro, la que está a mi lado solo tiene ganas de hablar. Tose mucho, y yo no sé si es gripe A, tan alarmante por aquellos días. Una hora y tres cuartos después me recibe el especialista:
-¿Cómo está? Me pregunta y yo le explico. Mira la ficha.
-Yo le hice pruebas a Vd. hace 8 años y no tenía alergia. No puedo ayudarle.
-¿Entonces qué puede ser? Pregunto desolada.
-No lo sé, no es de mi especialidad.
-Por cierto ¿Vd. qué tal está ya que me lo ha preguntado a mí? Mucho trabajo parece, ha tardado casi dos horas en recibirme.
-Cada vez me meten más pacientes y yo no llego a todo-, dice con expresión tensa.
A un viejo amigo, pocos despachos más allá le sucede lo mismo. Médico vocacional, altamente cualificado y acreditado, humanista y cálido como ser humano, lo han arrinconado en un exilio frío de pintura fresca. Paso a verle, pero ni le pregunto. En la sanidad especulativa de Madrid, los profesionales son piezas intercambiables, y sospecho que algunos empiezan a entrar en depresión.
Veo finalmente al internista. Aunque agobiado como todos, es un médico como los de antes que inspira confianza por su exploración y preguntas. Pero las pruebas tardan en llegar, y la nueva cita para llevarlas y obtener un diagnóstico también.
Faringitis en su transcurso. Con fuerte dolor en la tráquea. No puedo esperar a los médicos en los que confío que tienen consulta por la tarde. Acudo a urgencias a primera hora de la mañana. Tras cuatro horas de espera, certifican la faringitis y que ha de verme un otorrino. Pero como es la hora de comer, ya no está. Habré de volver por la tarde. Nueva tanda de antibióticos, la cuarta.
Por lo que dice el internista, seré algo así como la muerta más sana del cementerio. Vivir en Madrid y fumar –por este orden- crea inevitables afecciones de garganta y respiratorias. Pasajeras, por el momento. Vivir en Madrid, con los altos niveles de contaminación que semana sí, semana no, denuncian los ecologistas, tras medir los niveles, por supuesto.
La faringitis sigue imperturbable, vigorosa, el dolor en la tráquea va y viene. Regreso al otorrino. Me contempla como a un miura. No parece saber qué hacer conmigo. Yo tampoco sé qué hacer conmigo.
-¿Y no será algún hongo? apunto yo.
-¡Qué buena idea ha tenido! Va a ser eso. Con seguridad-, contesta alborozado.
Habré de hacerme una prueba para determinar si hay hongos o no. Pero entretanto, me dice, ya puedo ir tomando un antimicótico, que en todo caso es inofensivo. Apunta el doctor que con tanta medicina resulta muy probable lo del hongo.
Mientras aparcaba antes de subir, me ha llamado una amiga. Padece exactamente las mismas faringitis recalcitrantes. ¡Ah!, pero su origen se encontraba en una afección de estómago -o eso creen-, así que le han hecho tan ricamente una endoscopia y pronto tendrá resultados. Se lo comento al otorrino antes de salir.
-También podría ser, desde luego-, comenta, mientras escribe una receta en la que me envía al especialista de digestivo.
Le vi ayer. Tras una hora en la sala de espera y en no más de 5 minutos, concluyó que tampoco era de su especialidad. Ahora habría de ir al neumólogo, o regresar al otorrino. Pero… entretanto puedo probar con omeprazol –un protector del estómago-. Si desaparecen mis males, entonces sí es de su especialidad, y habré de volver a él para practicarme una endoscopia gástrica. El análisis ha salido también: no tengo hongos.
En el camino, encuentro a otro médico sin prisas que, tras repasar mi abrumador historial, remite al diagnóstico sensato: los órganos fundamentales están perfectos. Debo dejar de fumar. Y, aunque no se atreve a verbalizarlo, dejar de ir al médico.
Los españoles somos los europeos que más acudimos al médico, hasta un 40% más que el resto. En un reportaje por el que recibí un importante premio, resumí las claves de la salud. Sí, todas esas que sabemos de la vida sana, alimentación adecuada, ejercicio, no fumar… y una más: la felicidad. El bienestar al menos.
Apenas se disipa esta mañana el baile del omeprazol en mi organismo, ya sé que contra todo pronóstico porque el personal lo toma como el agua. Y siguen todos los síntomas.
Un problema más interfirió en todo este proceso. Afectaba a zonas muy preciadas de mi cuerpo, pero con síntomas absolutamente superficiales y muy leves, aunque también tienen su historia propia de calvario médico. Una insolidaria amiga lloraba literalmente de risa cuando se lo pormenoricé. El Dr. Ruíz Chica –a quien no tenía el disgusto previo de conocer- me apremió a que cesara el inicio de mi relato diciendo que no podía mirarlo sin hacer una exploración completa y prescribir las pruebas habituales de la ginecología. Le había llevado esas pruebas e informes recientes, sólo pretendía su opinión puntual y un triste medicamento. Contestó que no, mientras la enfermera me hacía sacar la tarjeta de ASISA en este caso y firmar la consulta para cobrarla. Estuve dos minutos en la consulta, justo para que el doctor recibiera sus honorarios por no hacer nada.
En la impoluta clínica, junto al ascensor, figura una placa: Ha sido inaugurada por el excelentísimo señor Juan José Guemes. El “excelentísimo” que insulta a mujeres y gays, el que intercambia MSMs con Belén Esteban. Esas «excelencias» nos gastamos en Madrid. Güemes es uno de los responsables de este estado de la sanidad madrileña.
Creo que si no quiero pasar «De Madrid»… a ese Cielo en el que algunos creen, habré de mudarme. O no volver al médico. O recurrir exclusivamente a los grandes profesionales a los que aún no ha castrado la política sanitaria de esta comunidad. O ver si es la felicidad lo que falla. Aunque ciertamente con náuseas, dolor de cabeza y de garganta, no resulta muy fácil experimentarla. Y roja. ¡Vuelvo a estar roja!
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