Afectos

Hace muchos años leí acerca de un experimento psicológico que se había realizado en una Universidad norteamericana –cómo no- que me pareció curioso. Cada alumno anotaba los compañeros por los que sentía aprecio, y los que creía sentían aprecio por él. Y no coincidía. Coincidía muy poco. Gente a la que creían “caer bien” no contaba con ellos en absoluto. Sus afectos no eran correspondidos. Lo que no incluía la referencia era la conclusión práctica de semejante decepción.

 Lo he recordado muchas veces. Y más, quizás, estos días. Por muchas razones. Porque estamos dolidos de las continuas putadas del PP –y no uso eufemismos porque cualquiera sería demasiado suave para que dejara “a gusto”-. Y en esas circunstancias cualquiera está más sensible. También a veces confluyen circunstancias evidentes. Y a la vez, cuando uno cumple años,  descubre cosas, por muchas que sean las fechas en las que ha sucedido ese mismo aniversario. Los que llegan incluso por sorpresa, con enorme cariño que no se espera. Los que faltan. Aunque sean muchos más los venidos y bienvenidos. Y sus “detalles” enternecedores.

 Dejo por un día las tropelías a los parados y jubilados que perpetró el último consejo de ministros del PP, por mucho que sean auténticamente miserables. La confirmación facinerosa de la UE que ya aprieta a un nuevo país, Chipre, que llega a sacar directamente el dinero de las cuentas corrientes de sus ciudadanos para pagar los fiascos de los bancos de marras. Lo dejo para hablar de los afectos.

 El refrán “No ser profeta en tu tierra” nació probablemente en Aragón. Así me siento yo con esa comunidad en la que nací y que no deja de mostrarme su ninguneo. La Asociación de la Prensa de Aragón me concedió en 2008 un premio muy bonito. Realmente emocionante por lo que argumentaba. Pero eso ha sido todo. Absolutamente todo. Se van a los confines del planeta si hace falta para buscar quien les hable por ejemplo de temas que una cree dominar y ser relevante en ellos. Por no decir más –que podría-, en la famosa Expo pasó medio mundo por allí y a mí ni me sugirieron acercarme a visitarla. Es una queja tonta pero surge de días… tontos.

 Luego está esa sensación de los afectos no correspondidos. De las valoraciones no correspondidas. La de tener que estar empezando una y otra vez “a ganarse el puesto” en cualquier lugar que se vaya. Esa nota que uno escribe con nombres y que no encuentra el suyo en la otra. Como en la Universidad norteamericana.

 O gente que llega a mentir y desfigurar logros, probablemente por la turbación de sus propias contradicciones.

 La mayor parte de la gente a la que quiero, me quiere también. Y lo demuestra. No hay problema. Y, sin embargo, se añade esa reflexión: por qué se tiene en cuenta siquiera esas gotas aisladas de quienes no te corresponden. En el amor sentimental, locura transitoria, esto se da de forma desorbitada: llorar por quién te ha plantado. Hace falta ser tonto. No es lógico. Lo sensato es poner el puente de plata que se inventó para estas contingencias, con un delicado empujoncito que acelere el viaje. Complicados que somos los humanos. A veces. Cuando pasa la nube. Menos mal que de habitual escampa.

 En RNE hice –con Concha Villalba y José Antonio Rodríguez- un programa bastante singular en el que, por ejemplo, analizábamos racionalmente los afectos. No todas las personas tienen la misma capacidad de sentir, nos dijo un profesor español, una eminencia, a quien llamamos a Nueva York, dado que trabajan allí en la eterna fuga de cerebros española. Ni recuerdo el nombre aunque podría buscarlo. Es decir, hay gente que es incapaz de sentir apenas un afecto, salvo por él mismo, claro está. Lo malo es que esta sociedad está perdiendo la empatía social también. Acorralados por alimañazas de distinto pelaje, la mayoría se refugia en sí mismo sin dolerse de lo que le ocurre al prójimo, incluso cuando ha sido por su causa, por una decisión electoral equivocada fruto de su poco juicio. Complicados que somos los humanos. Ya digo 🙂

 Fin de semana y puente. Me puedo permitir la licencia de este texto ¿Verdad?

El tiempo de la felicidad

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  Un hombre solo. Nubes. ¿Imagen de la felicidad o de la desolación? Ambas cosas pueden ser. Depende de nosotros.

  Regreso a casa tras una salida por calles casi vacías, cómodas al fin. Al menos por la zona en la que resido se ha producido la gran desbandada de Agosto, cuando España se paraliza. Creo que no debería ser así, los países tienen que funcionar todos los días y, para ello, sería bueno alternar las vacaciones, pero hoy, y a esta hora, no me importa. Sólo analizo lo que ocurre. En agosto, la crisis, los miedos, se aparcan. O así lo parece. Hasta las noticias escasean. No porque no se produzcan sino porque apenas hay nadie para elaborarlas. Sólo asistiremos a las de mayor impacto. Pero lo cierto es que nada cambia. Y que apenas falta un mes para que vuelvan deprimidos a encontrarse con la realidad que dejaron. Los paréntesis son saludables, sin embargo. Casi todo en la vida puede esperar.

Siempre me ha gustado el concepto de la felicidad. Incluso conseguí hacer un reportaje cuando casi nadie hablaba de ello. La felicidad parece ser una búsqueda constante de una meta que se aleja. Todas las escuelas del pensamiento han tratado de encontrar la clave por diversas y aún opuestas teorías. Siempre se interpone algo: justo la antítesis del camino a seguir. Así están en lucha la virtud y los placeres del cuerpo. El más allá y el más acá. El valle de lágrimas y la tierra conseguida. La razón y el corazón. Lo individual y lo colectivo. Cada tendencia da un sentido negativo a su antagónico. El ser humano -en medio- indaga su propia vía. Y quizás debe saber que la felicidad son gotas, no océanos, que sin embargo pueden llenar una vida.

Vivimos hoy un nuevo hedonismo que busca la felicidad urgente. Muchos creen que se la dará el dinero y todo lo que compra, pero dicen los expertos y multitud de estudios que su placer es efímero, que siempre pide más creando insatisfacción y que nunca resuelve todo lo esperado.

Sin embargo. la economía sí se ha fijado en la felicidad. Sus investigadores tienen ya un par de premios Nobel. Uno de ellos Gary Becker, que agria un poco la cuestión al cuantificar hasta los comportamientos y las relaciones humanas, pero representa otro enfoque.  Daniel Kahneman, por su parte,  psicólogo y economista de la Universidad norteamericana de Princeton, consiguió el Nobel por su análisis de «la toma de decisiones bajo incertidumbre», que parece bastante útil. El caso es que se está estudiando desde hace tiempo cómo convertir la felicidad en un valor económico. Le llaman Felicidad Nacional Bruta -qué horror-, y quieren incluirlo en el PNB, el Producto Nacional Bruto. Tampoco es una utopía. Un país no va bien sólo porque les salgan las cuentas. Y todos debemos luchar porque los gobiernos busquen los medios para hacernos un poco más felices. O más saludables. O menos intranquilos.

El nuevo indicador económico no olvida al ser humano, claro que no, en realidad es su objetivo. Divide su día en actividades satisfactorias y negativas. Y así sabe que hacer el amor, compartir actividades con los amigos, ver la tele… o comprar en el caso de las mujeres –qué le vamos a hacer-, proporcionan los momentos más felices. Por el contrario, restan bienestar los largos desplazamientos del domicilio al trabajo, las tareas del hogar y los jefes. ¿Felicidad? Mejor llamarle bienestar, para mí, al menos, la Felicidad sigue siendo una explosión, que no me vendría nada mal volver a experimentar.

Hoy se mide la felicidad de los ciudadanos con encuestas. En ellas los españoles nos otorgamos un notable, pero lo cierto es que el consumo de ansiolíticos y antidepresivos crece de forma exponencial. Se venden masivamente libros de autoayuda, poco valorados por los expertos, sacaperras para incautos y desesperados en realidad, pero prima lo negativo: se publican al año 82.000 títulos sobre ansiedad y depresión y poco más de dos mil sobre la felicidad.

Me contaba el filósofo Salvador Pániker que lo que no se debe hacer con la felicidad es buscarla. “Yo creo que la mayoría de la gente es infeliz por los esfuerzos que hace para ser feliz, la felicidad es un producto que surge espontáneamente de una plenitud, de una serie de coincidencias que son físicas, mentales, libres, creativas, sociales y entonces surge… y si mirásemos a fondo nos dariamos cuenta de que somos felices ya”, concluía.

Filósofos, sociólogos, psiquiatras y psicólogos concluyen que se es más feliz en los países con mayor calidad de vida. Que son esenciales la democracia, la libertad y la capacidad efectiva de elegir. Pese a ello, un estudio situó a nigerianos y sudamericanos como los más felices del mundo. Las nuevas orientaciones de la psicología indican que es la autoestima, el amor, la actitud ante la vida lo que induce a ser más feliz. Y que la felicidad se puede y se debe aprender desde el colegio.

Otro filósofo, José Antonio Marina, lo resumía así: “Una persona envidiosa, resentida, triste de temperamento o con muchos miedos lo tiene muy difícil. Todo lo que podamos hacer para fomentar en los niños la capacidad de disfrutar de las cosas, la resistencia ante las situaciones difíciles, el ánimo para enfrentarse con los problemas, debemos hacerlo porque le estamos haciendo un gran favor”.

Parece haber una felicidad íntima, personal e intransferible, personas positivas por convencimiento y hasta por genética, y otra externa que depende del entorno, aunque como siempre las teorías discrepen. Dicen que ayudan más los afectos que el dinero. El querer lo que se tiene -de los prácticos- más que el hacer lo que se quiere, o proponerse metas e intentar conseguirlas ahuyentando frustraciones. Poco podemos hacer ante la enfermedad y el dolor propio o ajeno, o quizás sí. La felicidad es una actitud ante la vida.

Agosto demuestra que se pueden dejar los problemas y la negatividad en el trastero. Lo básico es conocer lo relativo que es todo. Que tan mentira o verdad es Agosto como Septiembre. Que el frío y el calor se llevan dentro para irradiarlos sobre las situaciones. El tiempo de la felicidad es la propia vida, el camino a Ittaca, no la meta, sino la senda. Con gotas que estallan y te inundan, eso sí. Que no falten.

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