Los cabizbajos

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Se está convirtiendo en la imagen que definirá a los seres humanos de esta época: los cabizbajos. La testa marcando un ángulo con el tronco de 45º, idéntico al del toro para el descabello. Cualquier lugar de espera, las filas, los semáforos, las calles, si se tercia mientras se camina, los transportes públicos, se pueblan de ellos. Miran el móvil, la Tablet, el ordenador, absortos. Con la variante en largos recorridos de quienes, vencidos por el sueño, se tumban a dormir tronzados hacia adelante para apoyarse en los brazos sobre la mesa. Algunos, en trenes, se tapan la cabeza con el abrigo. La costumbre de la cabezada situaba la columna con la espalda alineada al respaldo, no plegada como una camiseta.

Un modelo estético tan rotundo no es casual. Responde, como casi todos, a hábitos que van cambiando, a necesidades, aspiraciones, incluso a la actitud ante la vida. La reacción a factores externos cuenta y mucho en los cambios morfológicos de cualquier especie también. No es descubrir nada nuevo, los humanos se pusieron de pie porque les venía mejor que andar a cuatro patas como muchos de sus colegas mamíferos. Disponer de las extremidades superiores para múltiples usos o poder otear el horizonte desde mayor altura condicionaron, entre otros factores, esa evolución. Y fue un gran avance. Resultó que las manos servían para acarrear objetos, para fabricar y modelar, para estampar la creatividad o, como capacidad sublime, para acariciar.

Cada época tiene su prototipo. Por poner un ejemplo, aquellos años en los que ser realista consistía en pedir imposibles o surgía El País para consagrarse como un periódico excelente y progresista, el modelo definitorio era sensual e ingenuo, antibelicista y en busca del amor y la justicia. Los cambios se rigen a menudo por el mecanismo del acordeón.

Nos encontramos pues en los primeros estadios del Homo Cabizbajo. La inclinación descendente de la testuz la asocia el diccionario a abatimiento, tristeza o preocupación como causa. Y esos son sus principales sinónimos, además de alicaído que le encaja gráficamente a la perfección.

En realidad, la posición obedece solo al uso de estos instrumentos tecnológicos, a su mayor comodidad. Y produce aislamiento del entorno sin duda, abstracción, ensimismamiento. Por mucho que se wasapeé a distancia. O al lado mismo, en grupos, tecleando en lugar de hablar. Es cierto que para leer libros o periódicos también se pierde la verticalidad, aunque en ángulos menos forzados y pocas veces se ha visto a multitudes, de la mañana a la noche, en todas partes,  ensimismados, al unísono como se está ante las pantallas.

La postura hace la actitud en gran medida. Y no deja de ser curioso que, así, esta humanidad concentrada en la mirada hacia abajo esté alcanzando unos niveles de sometimiento y sumisión incompatibles con la dignidad. Acepta quebrantos en sus condiciones de vida, sus derechos, sus perspectivas de futuro, recortes que matan y privilegios que envilecen, como no harían los seres conscientes, racionales, las personas. Admitir que se impida una subida de pensiones de tan solo un 1,2% (por decisión de PP y Ciudadanos en el Congreso) el mismo día que el Gobierno anuncia el rescate de autopistas por 5.500 millones de euros, escapa a la lógica.

Y no exigir la derogación inmediata de La Ley Mordaza y  la reforma del Código Penal, como hizo la ONU hace ya tiempo, es estimar en muy poco la condición de ciudadano libre. Para sí y para los demás. Se diría que en la práctica han convertido en delito lo que es libertad de expresión, más o menos afortunada. Hay actitudes que podemos no compartir, como romper fotos del Rey o insultar a la Reina entre otras muchas, pero detenciones y cárcel por ello no ocurría hasta ahora en los países democráticos. Se está convirtiendo en delirante la persecución judicial de tuits mientras campan a sus anchas auténticos facinerosos.

Y no acaba ahí. El nivel de insensibilidad colectiva hacia el daño ajeno se sitúa ya a niveles de barbarie. Nunca imaginamos que se dejara morir a tanta gente, niños, adultos, en el agua o en la tierra. Que se les abandonara hasta condenarles a vagar en total desprotección, que se les encerrara incluso sin haber cometido delito alguno. Que fueran utilizados a extremos que cuesta definir por su crudeza. Es que la sociedad hoy mira a su ombligo haciendo creer que lo hace a una pantalla.

El Homo Cabizbajo mira para otro lado básicamente en las cuestiones fundamentales que escapan a su egoísmo. Se aísla de los problemas de otros. Hasta de los suyos, según se demuestra empíricamente. Engulle lo que le echen y canibaliza su propia decencia al aceptar la corrupción, condena de propios y extraños. Estamos hartos de «irregularidades», «casos aislados» y subterfugios, del latrocinio asfixiante. Cada día, dentelladas a nuestra entidad como pueblo, si hablamos de esa parte sistémica de una España pervertida en robos, soborno, cohecho, mentiras, manipulaciones, prepotencia e infinita desvergüenza, suciedad inconmensurable.

Pegarse a pantallas en dirección descendente y oblicua no implica lógicamente ser ese tipo de persona. Es una figura útil para señalar el repliegue y la derrota. Su logo. La imagen de esas masas de humanos con la cabeza vencida sí la están convirtiendo en el  símbolo de nuestro tiempo. El ser humano se levantó para ver más alto y más lejos y ahora se encoge e inclina de nuevo hacia el suelo.

*Publicado en eldiarioes

Incomunicación

Esta mañana he coincidido con mi vecina de la izquierda en el ascensor. Y le he comentado lo que, de vez en cuando, venía pensando: “hace mucho que no veo a tu marido”. Nos había pasado por la cabeza en casa, incluso que se habían separado. Ella me ha mirado con un punto de asombro y ha respondido como tratando de no herirme: falleció. Tras un titubeo, ha continuado: hace 3 años, en noviembre. Fue de un ataque cerebral. A los 53 años.
Solíamos hablar siempre en el ascensor, un largo trayecto porque partíamos del último piso. A veces nos parábamos en la puerta un momento. Llegó a contarme alegrías y desgracias, no sólo el estado del tiempo. Al igual que suelen hacer sus dos preciosas hijas, a las que he visto crecer. Ella es más reservada.
¿Cómo no me enteré entonces? Quizás estaba de viaje. Nadie me lo dijo, ni el portero. ¿Cómo han podido pasar más de tres años hasta echarle someramente en falta? ¿Dónde vivimos? ¿Qué hacemos?
Ocho plantas, y ocho pisos por planta en dos escaleras. No lo justifica. Llevo casi dos décadas viviendo aquí. También hablo con dos ancianas deliciosas, con la hija de una de ellas, con un vecino muy simpático que aparcaba a mi lado, con el que me alquila la plaza de garaje y que acaba de emparejarse en la tercera edad. Pero no nos relacionamos, realmente. Ni siquiera nos hemos pedido nunca un poco de harina.
Nada parecido ocurriría en un pueblo, ni en los edificios de municipios más pequeños, pero vivo en Madrid, el inhóspito Madrid pese a su fama acogedora. El 80% de la población española residimos en ciudades y la mayoría en sólo 1.200 municipios. Cada vez más lo hacemos solos, o casi solos.
Y, mientras, muchos hablamos y escribimos con un ordenador, buscando la comunicación global. En silencio, y en mayor soledad. Llegan a formarse islas para cada uno de los habitantes de la casa, que por fortuna se saltan en las cenas o veladas compartidas.
Mi vecino –cuyo nombre no sé si llegué a saber- ha muerto hoy para mí, cuando ya su familia enfila el futuro, recuperada. Ya no han lugar los abrazos de condolencia. Las relaciones reales parecen más virtuales que las que se fraguan en la red. No vivimos en una aldea global, sino en un rascacielos de hielo que ni cruza miradas en el largo ascensor. Me gustaría, esta noche, llamar a la puerta de algún vecino, si acaso aún hubiera tiempo para el intercambio de ideas y afectos. Con calor, con piel. La auténtica comunicación.

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