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Ilustración Enric Jardí
Autoridades, expertos varios y medios informativos se ven en la obligación de advertirnos que conviene a la salud consumir alimentos frugales, tras habernos excedido en comidas copiosas. Del mismo modo, cada verano nos indican que, cuando hace calor, resulta beneficioso situarse en la sombra, beber líquidos o usar ropas ligeras. Diezmada la población por su empeño masivo en correr el maratón, con abrigo de plumas y gorro de lana, a las 3 de la tarde, y con 44 grados a la sombra, o por salir a la intemperie, en invierno, con una camisa mojada a las 5 de la madrugada, había que tomar medidas. Existen indicios de que se han inspirado en la baja mortalidad que registran perros, gatos y el resto de la fauna en similares circunstancias, pese a no poseer el don supremo de la palabra y el entendimiento. Dirigidos y permanentemente alarmados, desviada la atención sobre los asuntos cruciales, los humanos contribuimos de forma entusiasta a la misión de asustarnos y obedecer.
El siglo XXI parece haber alumbrado una ciudadanía que precisa tutela y motivación para afrontar el más nimio esfuerzo, salvo fiestas y gestas deportivas (ajenas a su intervención). Atados a hipotecas y créditos, al sueño del triunfo fácil, los afectados por la crisis reaccionan con pasividad inusitada a ese atropello a la lógica que ha constituido el desarrollo de la hecatombe financiera y las medidas de ajuste que decreta, en connivencia o sometimiento de los políticos. “Quienes pueden hacer que creas en absurdos pueden lograr que cometas atrocidades”, avisaba Voltaire. Incluso para uno mismo. O lo que es peor, para todo un colectivo que ha de cargar con la rémora de los bebés mentales.
José Ortega y Gasset reflexionaba hace casi un siglo sobre el nacimiento del hombre-masa, hijo del progreso técnico y tecnológico sin precedentes que se estaba registrando. El filósofo español ya veía que la sociedad no alcanzaba similar nivel de desarrollo. La búsqueda del dinero y de la “utilidad” había empobrecido lo que él llamaba la conciencia moral para producir, decía, un ser vulgar, consciente y orgulloso de su condición, exigiendo su derecho a la mediocridad sin ninguna cortapisa.
En 1913 José Ingenieros, médico, sociólogo y filósofo argentino, se había expresado en parecidos términos en El hombre mediocre. Alguien que no lucha por ideales sino que, incluso, los combate porque afectan a su estabilidad, y se vuelve “sumiso a toda rutina, prejuicios y domesticidades, para convertirse en parte de un rebaño o colectividad cuyas acciones o motivos no cuestiona, sino que sigue ciegamente”.
Dudo que ambos pensadores llegaran a sospechar lo que habría de venir: los terribles istmos ideológicos que sacudieron el mundo y una guerra extremadamente cruenta, de la que se salió, como reacción, con los mayores avances en el reconocimiento de los Derechos Humanos que nunca se habían dado. ¿Cómo permitimos que destruyeran la obra? Lo hicimos nosotros. Con nuestro silencio. A cambio, nos han dado el exacerbamiento del llamado libre mercado y la precariedad económica para la mayoría de la sociedad, con la merma de los logros duramente conseguidos. El enaltecimiento del yo individual que, sin embargo, quiere sentirse “como todo el mundo”, la inacción y la inmadurez colectiva con fuertes signos pueriles.
El cambio sustancial que trajo nuestra época…