La pasión necrofílica española se ha desatado otra vez. Interminables horas de programación televisiva, aunque lo cierto es que no se están saldando con grandes audiencias: el pastel de la cuota de pantalla está muy repartido. Colas –al frío de Madrid hoy- para ver el ataúd con los restos de Adolfo Suárez. Lo de siempre. Como era previsible, los mismos que le crucificaron, ahora le ensalzan. El Suárez más injustamente tratado resulta que era imprescindible. Algo más de calor no le hubiera venido mal al fallecido cuando estaba vivo y luchaba contracorriente, sin que le echaran una mano, al menos hubiera agradecido que no le pusieran zancadillas. Pero es que no era exactamente de su clase, un advenedizo, y eso se paga. También están saliendo herederos del insigne personaje. El ministro de exteriores y TVE ayer -que no pierde ocasión de vender su producto- apuntan a Rajoy. Aznar se anota él solo. El y nadie más recoge las esencias del presidente de la Transición. Aznar es un Suárez redivivo que ni precisa le alaben que ya lo hace sin el concurso de nadie más. Esto escribe y esto queda resaltado.
Es decir, este mismo Aznar que ríe con hipo tocino al contar que él se cargó al partido de Suárez y le retiró de la política. No fue el único.
Mostré ya mis impresiones sobre la figura de Suárez, sobre su personalidad, con motivo de su fallecimiento. El tiempo le agrandó, sobre todo por comparación con sus colegas. Me conduelo ahora más al ver la eternamente repetida hipocresía española. Su infantil y superficial gusto por la muerte y la tragedia como si fueran un espectáculo sin víctimas. Por las emociones intensas aferradas a lo más negativo, al sadomasoquismo que goza con el dolor, heredero –este sí- de la religión imperante a la fuerza en la España de esta gente –queramos o no-. Al que lleva a sentirse «más bueno» si se sufre en lugar de por regocijarse y ser feliz. Creo que Adolfo Suárez fue un hombre brillante, maltratado… y práctico. Quizás por eso dijo hace ya una década: ahí os quedáis. Si hoy viera el circo montado probablemente se uniría a Labordeta para mandar a unos cuantos adonde se debe. No sirve de mucho pero se queda uno más relajado. Cada vez que alguien muere nos recuerda nuestro tiempo finito y la necesidad de aprovecharlo exprimiendo sus esencias. Lo hermoso sería que de una vez la mayoría impulsara el gusto por la vida, por la alegría. Por la razón y la justicia, por la madurez. Quitarse de encima esta losa de la España profunda. El mundo de los vivos, no de tanto fantasma. Es decir, los fantasmas no son precisamente los herederos de Adolfo Suárez.