
He ido a buscar a Abelardo, el protagonista de un relato que escribí a los 25 años, el primero estructurado. Andaba el hombre agobiado por un muro que le habían construido frente a su ventana y que le impedía ver el mar. No recordaba yo con precisión, el desasosiego de Abelardo al recorrer varias veces la isla en la que vivía y toparse continuamente con agua salada para concluir en que también los sueños se erigen en barreras, aunque sean líquidas. Pocas tan disuasorias como las grandes masas de agua de un océano. Las vallas no son necesariamente de piedra.
Lo escribí en Las Palmas de Gran Canaria. Y puede que nadara hasta la península y me adentrara por sus ríos como un salmón que, en su tenaz perseverancia, lo mismo pelea por mar que por agua dulce. Esta España de empresarios que nos mandan trabajar más –si podemos, que no todos podemos- a cambio de cobrar menos, mientras los ejecutivos ven crecer sus emolumentos, y las grandes fortunas ya no saben dónde meter las ganancias de más que atesoran, también se levanta como un muro. La de tantos desatinos casi imposibles de digerir. Pero más allá, «los mercados» que nos constriñen, premian a sus hacedores con más y más millones, mientras los demás estamos viendo ya alterada nuestra forma de vivir por la reducción de ingresos y el aumento de los precios. Así que nueva tapia ante los ojos.
En el infierno de Sartre, o en el infierno de los vivos de Calvino, las paredes las levantan los otros, seres humanos de carne y hueso. Uno nunca sabe en qué punto del camino decidió regar aquel ladrillo para que creciera, pero ahí se ha plantado, sólido e inamovible, imposible de traspasar.
Después de tantos años se aprende –creo, ni sé si estoy segura- que el hormigón no se derriba a cabezazos. El tabique ni se entera y el incauto que lo intenta acaba con chichones en el mejor de los casos. Y el destino final del salmón en su esforzado nado contracorriente es un plato para ser servido ahumado, marinado, al horno o a la plancha. El David de Goliat es un cuento para niños. El invento puede funcionar con presión constante y proporcionada a la contención a derribar. Ese río que carcome hasta demoler el objetivo o abrir una brecha por la que avanzará todo un caudal soberano. Pero hay que valorar si merece la pena el esfuerzo.
De materiales sólidos, líquidos u orgánicos, el más empecinado constructor de muros es el laberinto y hay vidas que se obstinan en hacer de tan cautivador y engañoso lugar su casa. El truco consiste en cambiar de itinerario cuando se encuentra el impedimento. Parece que no, pero hay salida también. Una. Incluso dos: regresar al inicio. Lo más torpe es la lucha desproporcionada condenada al fracaso.
Horadar, cambiar de rumbo… o salir volando. Hasta en una cárcel vi hacerlo a una paloma.





