La piel

En algunas universidades norteamericanas, en escuelas de teatro también, se realizaba hace años –no sé ahora- un curioso experimento: los miembros de un grupo anotaban las personas con las que sentían afinidad, las que no, y aquellas que les resultaban indiferentes. Los resultados se exponían en una sesión pública. Comprobaron que con más frecuencia de la que se cree la atracción o el rechazo no son mutuos, personas a quienes “caes bien”, no te gustan, o -lo que es mucho peor- viceversa. Imagino que la prueba trataba de ahondar en el conocimiento humano y en el de nosotros mismos.

En la era de Internet, asistimos a lo que se ha llamado “desvirtualización”. Tratas a una persona por escrito y luego la conoces físicamente. Y ahí es donde llega la hora de la verdad. Al margen de armonías intelectuales, la clave está… en la piel. Las pieles emiten en distintas longitudes de onda y no todas sintonizan.

Son dos metros cuadrados ni más ni menos. Su espesor máximo 4 mm. está en el talón, y el mínimo en los párpados 0,5 mm, quizás por eso somos mucho más vulnerables a las miradas, hasta con los ojos cerrados. No es una apreciación personal: la piel está considerada como un sistema de comunicación con el entorno. Tras ella todas las terminaciones nerviosas, el complejo mundo que nos hace sentir.

Me contaron que, en un hospital de Madrid –supongo que antes de su frío y aséptico paso por la privatización- figuraba en la pared un sugestivo cartel: «8 abrazos al día te hacen crecer, 4 te mantienen, y por debajo, menguas«. Pensé que la mayor parte de los días no crezco y demasiados ni me mantengo. Soy una mujer alta, preciso más alimento. No quisiera menguar. Y eso que mi caso no es tan grave como el de otros más bajitos, que sin abrazos pueden llegar a desaparecer.

Más aún, contaban que los nazis, inventores de nuevas torturas, idearon separar a los niños de sus madres o de cualquier ser humano y dejarlos en sus cunas sin que nadie les tocara. Morían. O se detenía su desarrollo. Los ancianos que viven solos y antes tuvieron familia, también se consumen antes. Necesitamos la caricia de otra piel para vivir. Necesitamos abrazos para mantenernos o crecer, para desbordarnos y arrasar el mundo de vida.

Empiezo a distinguir quién al tocarme erizaría mi piel en rechazo, y a quién enervaría mi roce. Con quienes la relación fluye sin barreras. Es decir, ya no precisaría completamente el experimento norteamericano. También he llegado a la conclusión de que en el cuerpo casi todo lo rige el cerebro. La piel responde por tanto en gran medida a consonancias intelectuales, dejando un hueco al misterio de comportamientos inexplicables. Pero sí sé que hay gente que me crispa, incluso oliendo su piel tras una pantalla, y personas en las que la atracción resulta natural y fluida. Lo que dudo aún, en parte, es si sería mutuo, volviendo al estudio que refería.

Años y decepciones suelen calmar el hambre de la piel -quizás por eso se seca y se arruga-, porque sí, la piel es uno de nuestros más voraces componentes. Escuchar por los poros de la epidermis las palabras de los afectos y hablarles con el franco roce de las manos. Sentir abrazos que alimenten. Y darlos para multiplicar la propia fuerza con la del otro. Lo que sí parece seguro es que en primavera y verano la piel se despierta y apenas pregunta razones en su búsqueda de nutrientes para vivir. Ahítos de técnica y progreso, todavía no hemos desvelado por completo -o casi nada- los enigmas de las relaciones humanas. Pero no estaría de más experimentar la utopía de una piel domesticada por la buena voluntad.

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