Terror en la peluquería, horror en el Barrio de Salamanca

Hay personas que te hacen desagradable hasta lo más simple de la vida cotidiana. No existe la obligación de ser amable aunque se trabaje con el público pero la cosa cambia cuando se llega al maltrato.

Desde hace un par de años, iba a cortarme el pelo a una peluquería bajo el nombre de Marco Aldany, en la calle Príncipe de Vergara, 25, de Madrid. Pleno Barrio de Salamanca. Una cadena de precios populares en zona pija y conservadora. Pasé por allí  una tarde de sábado de agosto, no había nadie, me quedé y salí muy contenta. La peluquera que me atendió es excelente, podría trabajar donde quisiera.

La cosa se fue complicando al decir que para no dañar mis cervicales prefiero ir con el pelo recién lavado. Y seco, naturalmente. Al principio no hubo problema, luego ya sí. Que si mejor lo mojo, que si ya puestos un champú, que si ya una crema… Duplicando el precio sin duda (tengo los pagos con tarjeta), y mi malestar. En España hay una cierta afición a este tipo de subterfugios. Algunos lo llaman picaresca, yo lo designo con otro nombre.

Hace unos días acudí en horario pertinente y volví a sufrir el “ya puestos”. Le advertí a la peluquera que, a mis problemas de cervicales, se había añadido un nuevo accidente –por embestimiento de otro coche mientras estaba detenida en un semáforo- y que incluso el lunes tenía fijada una resonancia magnética. Lo escribo y no me puedo creer las estupideces que se llegan a hacer. ¿Tendría que haber ido con el parte de urgencias y la cita para la prueba en el Hospital?

La excelente peluquera no se apiadó en lo más mínimo. Hubo que regatear de nuevo, con un aumento profundo de mi incomodidad ante este tipo de situaciones. Con lo fácil que es decir: así no lo hago ya, o esto cuesta tal precio en tus condiciones. Accedí, a regañadientes, a mojarme el pelo, pero no al periplo innecesario de champús, cremas y  aclarados. De forma que me sentaron con el pelo mojado y se fue demorando el corte. De muy mal gas y protestando, la peluquera dejó la tijera en la repisa frente a mi silla y se fue a cobrar a varias clientas que se iban, tras ser atendidas por otras, y diferentes gestiones. Creo que podría escribir un cuento de humor negro con estos ingredientes. Me contento con hacer un parafraseado de la canción de Alaska y los Pegamoides en el título, porque tampoco da para más.

Sentada en la silla, mirando la tijera, el humor de la peluquera, el humor de las demás colegas, de las señoras muy del barrio de Salamanca allí sentadas, opté por marcharme. No afrontaría más riesgos.

Pretendí, claro está, que si había llegado con el pelo seco y, dadas las circunstancias, prefería marcharme, secarme yo misma un poco para no salir a la calle con el pelo empapado.

No lo consintieron. Otra peluquera me arrancó el secador de las manos, literalmente. Y nadie movió un dedo para solucionarlo. Una clienta, para insultarme por no tener paciencia.

Pedí hablar con la persona encargada de la peluquería. No contestaron. Pedí el libro de reclamaciones. No contestaron.

Y salí a la calle con exactamente 7º de temperatura con todo el pelo mojado. Menos mal que llevaba en el bolso un gorro de lana que algo palió el frío. Pero pude haber pillado una pulmonía.

Tengo cita con el departamento de Consumo del Ayuntamiento en mi distrito. Y me digo que, con todo cuanto ocurre, no debo entretener a un empleado que a buen seguro tendrá cuestiones más importantes que gestionar. Creo que no facilitar el libro de reclamaciones y una interlocución con la persona encargada para formular mi protesta sí es una falta que merecía sanción. Seguramente esa persona estaba allí y participaba del castigo a la clienta.

Que esas peluqueras sean unas desalmadas, creo que no está tipificado.  Pero evidentemente acudir allí es un riesgo que no aconsejo a nadie medianamente normal.

 

 

 

 

 

 

 

3 comentarios

  1. En España no estamos educados para protestar correctamente: por escrito y con el libro de reclamaciones, teniendo la santa paciencia de rellenar correctamente y prestar atención a todas las copias, y haciendo llegar nuestras quejas a donde deben llegar: la Oficina del Consumidor. Recientemente tuve que presentar una queja porque el Lidl de Inca tenía mal el etiquetado de productos frescos en la zona de fruta y verdura, a consecuencia de lo cual numerosos productos se vendían como aptos para el consumo cuando ya no lo eran, pues tenían moho. Pedí hablar con la persona encargada para informarle y que corrigieran cuanto antes las anomalías, pero esa persona en lugar de tranquilizarme, disculparse y asegurarme que se iba a proceder correctamente se puso desagradable y me insultó. Procedí a realizar fotografías de todo, y a la salida pedí el libro de reclamaciones, lo cual al principio me negaron, por lo que llamé a la policía local para que acudiera y les obligara a darme los formularios. Luego, con dichos formularios correctamente reseñados, llevé mi copia a la oficina de Consumo, que en Inca (mi ciudad) está junto al PAC de atención primaria. Hace como una semana me informaron de que la inspección que les habían enviado había sacado más problemas a la luz, y que aparte de una sanción más que merecida iban a estar estrechamente vigilados para que cumplieran la normativa. Yo perdí toda la mañana. ¿Sabes a cambio de qué? A cambio de que me miraran mal los clientes que vieron o adivinaron que estaba poniendo una queja, QUE NO ERA POR MÍ: yo sé comprar verdura sin moho. Ya sé que no vale la pena, querida Rosa María, esa lucha, esas molestias con las que nos cargamos porque si nadie protesta nada mejora. A nosotros NO NOS VALE LA PENA, viviríamos más tranquilas y felices si dejáramos que cada uno se apañe. Pero somos de casta guerrera y no soportamos las injusticias. Así que a seguir guerreando, amiga, alguien lo tiene que hacer. Un abrazo muy fuerte.

  2. rosa maría artal

     /  2 abril 2018

    Gracias, Joana. Tienes razón. Tengo la misma experiencia. Encima aguantar esa reacción de la gente. Menos mal que aún quedan personas que luchan por los derechos de todos. O porque no nos pisoteen. Un beso.

  3. Víctor Manuel García

     /  2 abril 2018

    El problema es psicológico. Parece que los humanos nos sentimos mejor si estamos en un grupo y seguimos a un «líder».

    En los dos casos que comentáis (Rosa y Joana); por increíble que parezca; la clientela se pone del lado del supuesto «líder» (peluquera de Marco Aldany y persona del Lidl) para sentirse aceptada por el endogrupo.

    Hace años, le pasó algo parecido a una amiga mía, bastante experta en caminatas por todo el mundo. Iba una vez en una de ellas y el guía claramente llevaba al grupo por unos sitios con indudable peligro.

    Cuando mi amiga decidió enfrentarse a ese «líder» y decir que ella no seguía sus pasos, pues no tenía ni idea de dirigirlos… Bingo; todo el grupo se puso de uñas contra ella, quien quizás les estaba salvando la vida.