25 años de «Memorias de África»

Leo que “Memorias de África” celebra sus “bodas de plata”, nada más alejado al espíritu de la película (de Sidney Pollack, como no podía ser de otra manera) que un matrimonio, pero el caso es que la historia de Karen Blixen cumple una cifra redonda. 

A las mujeres nos gusta mucho “Memorias de África”, por más que la relación amorosa sea tan inconsistente. Apenas se resume en que una poco agraciada pero esforzada mujer, con un acento empalagoso, introduce en ella al cazador Denys Finch-Hatton que pasaba por allí y lo atrapa para la posteridad,  no para ella, pese a su insistencia. Lo que a las mujeres nos fascina, creo, es el personaje de él, independiente aunque muy poco apasionado.

Estoy convencida de que si Robert Redford no se hubiera estrellado en buena hora para gloria de la ficción, hubiera acabado cogiendo setas en familia con una etíope, keniata, americana o francesa de buen ver, española incluso, aunque en este caso mucho más joven que él. Lo hubiera hecho, claro está, cuando los años hubieran sosegado su vuelo y apenas le quedaran fuerzas para recogerse en el hogar. Y así no nos hubiera servido. Su momento óptimo fue como amante.

Lo personalicé en mi primer libro publicado “Diario de una mujer alta” (2001), para resumir cómo afectaba el prototipo a un determinado sector de mujeres. Sé de sobra que no a todas, pero sí a una abultada mayoría. Veamos:

Los hombres que alientan y cuidan a diario, comen sopa, duermen a sus horas y son absolutamente previsibles, no me atraen. Quiero, busco, su amistad y su compañía, pero no me hacen tomar aviones intempestivos. No me hacen tomar aviones -todos son intempestivos-. Y con Robert Redford hubiera subido incluso en avioneta a sobrevolar la sabana africana o los techos de Mahnattan o la Sierra de Madrid. Hubiera subido sin dudar. Subiría ahora mismo. Y lo que es más grave: comería sopa con él y hasta vería la tele. Y me dejaría cuidar, arrebujada en un ovillo bajo su abrazo.

El problema reside entonces en que no quiero un hombre con vocación de estable, quiero despertársela (la entelequia en la que persisten buena parte de las mujeres). Que siga subiendo en avioneta, pero que suspire por aparcarla y venir corriendo a buscarme. Que no pertenezca a nadie pero comparta. Que no me pertenezca pero se entregue. Que, esté donde esté, añore los momentos que pasamos juntos, y venga a vivirlos y los haga cada vez más largos e intensos. Que no llegue con los sueños quebrados sino con ganas de construir nuevos conmigo.

Este tipo de hombre -dueño de su independencia y sabiendo perderla- escasea. Como imagino hubiera ocurrido con el Robert Redford de «Memorias de África», suelen acabar -ya viejos- derrotados en su búsqueda, con las alas rotas y aparcados en lo más convencional. A extremos indecibles, en algún caso, para algo se inventó «el reposo del guerrero«.

Queremos convertir la excepción en cotidiana, fijar en una jaula la ilusión que vuela, poner zapatillas al viento para que se remanse. Y parecemos ignorar que terminaríamos por ir al hipermercado, comer con los suegros, practicar sexo saludable, bostezar, y soportar mirando a otro lado a una amante cuya existencia conocemos.

La convivencia se hace difícil, no coinciden los objetivos, el pasivo de nuestras vidas pesa. A estas alturas de la historia he llegado a entender que los hombres adorables sólo sirven para amantes, que los hombres sólo sirven para amantes, quizás. O amigos, sin duda. O vecinos. O, en allende los años, compañeros de asilo.

El Robert Redford de Memorias de África se estrelló un cierto día y reposa en una colina sobre la que ha llovido tierra, sobre la que han llovido años. El resto sólo sirven para amantes. Van y vienen. Cambian de cara, de voz, de manías y gustos, y entregan en su paso lo mejor que tienen. Reciben también una gran pasión, reciben en un día el amor acumulado en muchos.

Las primaveras de esplendor que se repiten asombrosamente de vez en cuando, acabarán alguna vez. Y llegará el té con pastas. Llegarán las tardes de domingo en las que la única opción será hablar con las amigas de nostalgias y frustraciones, saboreando un té, mientras una tose y otra se queja de dolor de espalda o de las cervicales. Sólo serán insostenibles, si el té llega cuando todavía persisten las ganas de vivir y amar. Pero la vida es sabia y calma con el tiempo las ansiedades. Y siempre queda la posibilidad de que, sosegado nuestro propio vuelo, nos calcemos las zapatillas, nos sentemos en el sofá a ver la tele, disfrutemos de nuestra paz o de una santa vez aceptemos un marido como dios manda. Que no manda demasiado, para qué vamos a engañarnos. Los hombres, ya digo, creo, sólo sirven -los que sirven- para amantes. ¡Que no es poco!

 No sé si tendrá que ver o no porque a la vez es un estruendoso contrasentido, pero guardo un estudio inusualmente documentado que se hizo hace un tiempo. Científicos de las universidades británicas de Edimburgo, Aberdeen, Bristol y Glasgow, seleccionaron a 900 niñas y niños de 11 años con un coeficiente intelectual alto. 40 años después se les entrevistó para ver con quien se habían casado, cómo había ido su vida sentimental. Así comprobaron que en los hombres, la inteligencia dispara sus posibilidades de tener pareja y en las mujeres las retrae. En buena parte de los casos, fue porque ellas no quisieron casarse. Y seguramente, al mismo tiempo, les cautivaba el Robert Redford de Memorias de África. Los humanos somos así.

El té es a las 5, por supuesto. Con pastas de mantequilla. Danesas, claro está.

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