El AVE se aproxima a la estación de Madrid. Es muy tarde y los viajeros toman posición para apearse rápido desde al menos 10 minutos antes. Una pareja conversa en notoria alta voz. Está todo muy mal. No comprenden cómo la gente no salta.
Expresión cuidada del lenguaje, agudeza en la crítica. Pero el repertorio recorre los pasos del manual: el aborto, «las lesbianas”, los toros en Cataluña, chistes de cómo ahora censurarán comer caracoles, la situación económica… Que no, que nada se puede aguantar. Vuelven a reclamar reacción social.
Aspecto de profesionales que trabajan en Madrid durante la semana y residen en Zaragoza. Él lleva una pulsera con la bandera de España, pero no una telita de mercadillo: está engarzada en brillante metal dorado.
-Como lo de aquí –dice ella-, ese médico que mataba a los pacientes inyectándoles ración triple de anestesia.
Durante unos segundos dudo, pero termino por decirles:
-Perdón, ese médico se llama Luis Montes. Fue por completo exonerado judicialmente de las falsas acusaciones que le habían imputado y que le han ocasionado la pérdida de su trabajo y un cambio de vida. Está demandando, y ganando indemnizaciones, a quienes le acusaron malintencionadamente.
Se quedan petrificados de mi osadía. Quién soy yo para meterme en una conversación privada. No es tan privada si se emite en voz tan alta que todos nos enteramos. De hecho, tras hora y cuarto de viaje, la sesión se realiza ya para el público.
-Tengo derecho a creer lo que quiera- dice él.
-Sí- respondo-, creer, aunque no se apoye en razones, pero aquí hay no menos de una docena de personas, muy calladas, que pueden creer también la falsedad de lo que dice y me siento en la obligación de facilitar los datos de la verdad. El Dr. Montes no mató a nadie, no hubo mala práctica profesional y está ganando las demandas y las indemnizaciones contra quienes le han difanado.
Me miraron con desprecio y ambos saldaron el asunto diciendo, en voz baja ya, ¡Qué gente! El resto del personal no pronunció una sola palabra, no movió un músculo.
Hoy leo que un informe internacional suspende a España en cuidados paliativos. Nos sitúa en el puesto 26, sobre 40, en ‘calidad de muerte’. Éste es un país que mata con dolor, en el que, además, la calumnia cala por falta de educación, y se paga muy caro contravenir la ideología dominante.
Un pueblo de Huesca me ha retrotraído, durante solo dos días, a un pasado sin tiendas, ni bares, ni médico, ni escuela, ni autobús de línea siquiera. Con un dificultoso acceso a Internet, que no salva los apenas 30 kilómetros que le separan de la capital. Sin mis músicas, ni mis accesos, fuera del mundo, en un horizonte que se reduce en el valle acotado, y se expande en cambio fuera de todo tiempo. Con una población envejecida, sana de mente, amando la vida, que ya está abandonando el barco de las raíces para residir en la ciudad con comodidades. El pueblo morirá con ellos. Y les entristece. For a while, como manda la sabiduría.
Un dulce y recio paisaje en aragonesa mezcla imposible, aire que duele respirar de tan insólitamente puro para los pulmones de ciudad, un silencio sólo roto por los pájaros, por la puntual alegría de vivir de una barbacoa, la guitarra y las canciones de todos los tiempos, por el discurso –polícromo- de la amistad.
Tentaciones de aislamiento. Que el mundo siga sin mí, que la lucha siga sin mí. No es ya más mi guerra. Introspección, cambio de rumbo, nuevos horizontes. Microclimas posibles a explorar.
En el viaje de ida, la pasajera del asiento contiguo suelta abundantes miasmas catarrales (regalándome el resto de los números necesarios para obtener el premio de una dolencia similar), y termina –para mi estupefacción- hurgando en su pelo para aplastar con las uñas de dos dedos, algo que de él extrae. Varias veces. Acabo el trayecto de pie, al fondo del vagón. En el retorno, salto contra mis propósitos, porque me irrita lo que escucho. ¡Quién me mandaría a mí! en efecto, aunque no sé si me aterró más el silencio equidistante del resto de los pasajeros.
No sé cuánto influye el trancazo, pero estoy sumida en la confusión. A little, may be, como exige la experiencia.






