Amanece brumoso en Roses (Girona) después de una semana de sol amable. Un barco blanco de vela blanca –como corresponde- surca la bahía, junto con algunas pequeñas motoras. Las gaviotas –esa sabia especie inmisericorde con las jóvenes inexpertas- graznan llamando a la vida porque por algo estamos en primavera. Con una insistencia realmente digna de encomio -entre angustiada, gozosa y provocadora- revolotean buscando pareja, como si sólo eso les importara. 20.000 habitantes, la mayoría –sí, la mayoría- emigrantes. El comercio –muy retrasado respecto a la vecina Figueres en el interior-, ha mejorado en los últimos tiempos, con boutiques regentadas… por franceses. En casi todas, tallas grandes porque hay un turismo senior que se refugia en España, sobre todo en invierno.
Amenaza a Roses un proyecto urbanístico apoyado por los partidos mayoritarios, contra el que clama la población informada. A cuatro pasos, tres parques naturales donde se prohíbe edificar. Calas, de diversos tamaños y accesos, para elegir. Y las montañas del pirineo a tiro de excursión de un día. Aquí saben cuando sopla el viento del mar o de tramontana. Y cómo repercute en el color del agua. Si las nubes amenazan lluvia o pasarán de largo. Se ven por la noche las estrellas, un lujo que no se disfruta en la capital de España. No hay atascos. Ni pitan desaforados los cláxones de los coches. El aire está limpio, se respira. Realmente se nota, hasta en los sufridos pulmones de los fumadores, que no entra veneno.
En el puerto de pescadores, se puede adquirir el pescado que pocas horas antes nadaba en el mar. El gallo de San Pedro o las escórporas. Y las deliciosas gambas autóctonas llegan moviendo sus patas a la sartén. El cordero es de primera calidad. Frutas y verduras como en muchos otros lugares.
Aquí saben a quién llamar –con rostro, nombre y apellidos- cuando algo deja de funcionar y presumiblemente acude sin grandes demoras. Se afanan en su trabajo, pero disponen de la riqueza del tiempo. Una barbacoa improvisada reúne a un grupo de amigos. Uno pesca en el mar con su hijo porque es festivo, pero se acerca en poco tiempo aportando las piezas logradas. Pioneros del turismo en su día, en la reducida mesa hay cuatro nacionalidades distintas. Rica conversación, apasionada en diferentes criterios, pero sin crispación. Y otros puntos de vista. Una gran relativización. Recelos del centralismo. Agravios del dedo permanente introducido en el ojo. Hasta el “cuando llueve en Madrid, llueve en toda España”.
Decía mi sociólogo de cabecera, Fermín Bouza, que es en Madrid donde existe la crispación, quizás porque es donde se ubican las sedes de todos los partidos nacionales, y de todos los medios informativos. Porque alberga el poder con todos sus males. Pero también, para el ciudadano de a pie, porque en la capital hay demasiada gente, demasiados coches, demasiadas tiendas, demasiadas ofertas y un dinero desigualmente repartido para adquirirlas.
Madrid espejo y agujero negro que nos engulle. El mayor de los pueblos españoles, sin ninguna de sus ventajas. Tendemos a definir España por lo que sucede en Madrid, en efecto. E ignoramos el clima vital de otros lugares, desde la paradisíaca Cádiz, a la austera Usón en Huesca, a esa Roses de los paraísos accesibles. A principios del siglo XIX, España contaba con 10 millones de habitantes, menos de la media europea. Hoy somos 46 millones. La población fue rural hasta el éxodo que impuso el desarrollismo de los sesenta. Hoy, es urbana, predominantemente. Más aún, el 80% de la población se concentra en sólo 1.200 municipios. Más de mil pueblos se han perdido en este camino hacia lo que se entendió por progreso.
Definitivamente hoy el sol huye para despedirme, pero siempre nos queda el “Si us plau”, el clásico local al borde de la playa, que aún conserva el sabor del vanguardismo de sus inicios.. Seguir mirando el mar, con los surcos de las pequeñas embarcaciones desplazándose despacio, sin prisa. Definitivamente, España no es Madrid. Por fortuna.
Una rosa en mi jardín
/ 31 mayo 2009A mí, me triplican el sueldo por irme a trabajar a Madrid y digo sin dudarlo un instante un rotundo NO. Nó sólo por el clima de crispación, sino porque no me gusta vivir en ninguna gran ciudad, ni Madrid, ni Barcelona, ni Valencia…Me gusta la Naturaleza,tranquilidad y la vida sana, y éso sólo se puede disfrutar en las zonas rurales o en los pueblos.
En el año 1978, mi exmujer había estado trabando en un hotel en Cadaqués. Me habló de que el pueblo más bonito que había visto había sido la cercana Rosas. No he estado nunca allí, pero dado el tiempo transcurrido y con la masificación urbanistica y especulación inmobiliaria , habrá dejado de ser el hermoso pueblecito pesquero que era. También Marbella era un bello pueblo pesquero y mira en lo que se ha convertido.
En la actualidad vivo en un pequeño y tranquilo pueblo de la costa oriental de Asturias, y hasta aquí, el destrozo que se hizo en la costa mediterránea aún no ha llegado al cantabrico asturiano. De momento.
Carlos G
/ 1 junio 2009El ruido, las aglomeraciones, el tráfico y otros males de la vida urbana producen estrés y crispación, de acuerdo, pero he vivido en una ciudad pequeña -Segovia-, veraneado en pueblos de no más de cincuenta habitantes, y ahora vivo en una ciudad mediana -Valladolid-, y en todas partes he visto y sufrido la crispación, la ajena y la propia.
Creo que la crispación la provoca la intolerancia hacia las opiniones, políticas sobre todo, nuestra propia naturaleza más o menos belicosa, y también el afán de tener y tener que nos han grabado en la mente, haciéndonos infelices por no poder acceder a tantas cosas que en realidad son innecesarias pero que nos parecen la representación de la felicidad. Y esto se ha extendido a la mayoría de las personas y a la mayoría de los lugares. Es difícil encontrar personas conformes con su situación, quien tiene trabajo quiere ascender y ganar más, quien tiene una vivienda quiere otra más lujosa y envidia las mansiones, quien tiene un coche quiere otro más potente y mejor equipado…, es una espiral en la que todos en mayor o menor medida nos encontramos, y es complicado no dejarse arrastrar por ella.
Vivir en un entorno tranquilo seguramente contribuya a reducir el estrés, pero no nos engañemos, una cosa es visitar un pequeño pueblo costero y otra vivir en él de continuo; lo primero nos da una impresión idílica del lugar, y lo segundo nos sume en la triste realidad: discusiones con los vecinos, conflictos por lindes, por el agua, por las decisiones del ayuntamiento, o por cualquier otro problema. Todos conocemos algún ejemplo de vecinos de un pequeño pueblo que no se hablan, o que directamente se odian.
En fin, que ya me estoy extendiendo mucho, que la convivencia es muy difícil.
Gracias por escribir, Sra. Artal.