La publicidad es spam

Leer, ver o escuchar lo que a uno le interesa, exige pagar un molestísimo peaje: la publicidad. Abre uno los ojos por la mañana, le gustaría saber qué ha ocurrido en el mundo durante las horas de sueño, si alguno de los grandes problemas se solucionó, si ha sobrevenido algún cataclismo. Pero no, se encuentra con max sofás y su aprovechamiento del tópico de la crisis, con el corte inglés y sus interminables rebajas, con ahorra más que vende tan sumamente barato, nos dicen. Acude al ordenador. Pincha una página y le salta un anuncio que, con sadismo, pregunta. ¿Ir a información? ¿Ir al anunciante? Y yo reflexiono si habrá algún ser humano -aparte de los dueños de la empresa- que se haya conectado para ver consejos publicitarios. En mi repaso diario, hoy he encontrado a ING que no sabe como sobrevivir, Repsol, Nokia, Ford Ka, Banesto, Cepsa. Todas las opciones cubiertas. Porque, cuando uno pretende ver la tele, le bombardean con más coches, detergentes, comidas, lugares de vacaciones, productos de belleza, colonias. Diez minutos seguidos con propuestas.

 El colmo ha llegado con algo que no sé qué vende pero que produce arcadas al ver que a una señora -vaya por dios y cómo no- le pica una oreja y se lo cuenta a su churri. ¡Dios qué ingenio! ¡qué nivel!

Y es que la publicidad paga programas, textos, sonidos, imágenes, noticias… todo. Copiando datos de mi libro, recuerdo que España es el tercer país del mundo en consumo de anuncios de televisión, tras Estados Unidos e Indonesia. Más de 33.000 impactos al año, un 32% superior a la media mundial. Las cadenas españolas obtienen pingües beneficios, y no van a perderlos. Al contrario. Aunque la eurocámara ha abierto la puerta al aumento de la publicidad, estima que España rebasa los límites establecidos. Y habla de infracciones. Europa no quiere una televisión como la estadounidense, donde los programas son pausas entre los anuncios. En teoría, porque está dispuesta a admitir que los mensajes publicitarios ocupen hasta el 20% diario de emisión, es decir casi seis horas. De anuncios. Incluyendo la teletienda, que se lleva tres horas. Establece que se podrán cortar las películas cada 30 minutos para poner anuncios, que rebaja en 15 lo permitido -y no siempre cumplido- hasta ahora. Salvo el cine, los informativos y los programas infantiles, no hay regulación para insertar «consejos». No se podrán interrumpir para nada, únicamente… los programas religiosos. El primer día que un anuncio, varios, «patrocinaron» las noticias, profanaron el espíritu de la información, pero nadie se ha preocupado de salvarla.

En la excelente película «Carta a tres esposas» de Joseph L. Mankiewicz (1949) ya se denunciaban los desmanes de la publicidad en radio en EEUU. Hoy han llegado a patrocinar los colegios o similares. Se pueden ver anuncios en las paredes de las aulas, o, en el patio, en los lavabos. «Channel One», dice, equipa «gratis» a los colegios de material audiovisual a cambio de que los alumnos presten atención a 2 minutos de publicidad. «Chips Ahoy» proporciona galletas para que los críos cuenten cuántas pepitas de chocolate contienen. Están formando nuevos consumidores, los del mañana.

La publicidad nos da, además, información no contrastada. ¿Por qué me voy a creer que un botecito de líquido blanco mejora mis defensas aunque me lo cuente una «presunta» periodista, previo pago de sus servicios? Ya he comprobado con las cremas de belleza milagrosas que no rejuvenezco, cada día, diez años. Ni siquiera diez minutos rejuvenezco. Cuándo me dicen que ese super vende más barato ¿lo acepto? Las empresas toman por tontos a los consumidores y no veo que haya leyes eficaces para erradicar la publicidad engañosa que campa a sus anchas por todos los medios. En algunos casos, como en productos que nos cuentan mejoran la salud, puede llegar a ser francamente peligrosa. Pero siempre algún incauto pica.

Ya no caben más coches en el mundo; queremos bancos que nos atiendan, no que nos vendan; compraré donde me venga bien y yo misma haya comprobado sus excelencias de todo tipo: adquiriré el teléfono que me dé el servicio que preciso por el mejor precio. ¡Estoy harta de la publicidad! Ha sido la causante indiscutible de la basura televisiva, por la competencia por atrapar el pastel del dinero. ¿Cómo vivían nuestros padres y abuelos sin apenas publicidad? ¿Podían resistirlo? A lo sumo compraban colacao. ¿Cómo lo hacían los estadounidenses antes de que los anuncios entraran en su sangre? ¿cómo consiguen mantenerse en pie los africanos sin saber de coches, televisores, spas, productos milagro?

Al final, necesitamos cuatro cosas para vivir, el resto es superfluo. La publicidad es spam y ha convertido en spam hasta las noticias, la economía, la política, la cultura, formateándola a su imagen y semejanza. Tras sortear los anuncios como puedo, encuentro a Rajoy hablando. Spam, puro spam.

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1 comentario

  1. Pues yo reconozco que la publicidad me gusta, no por afán consumista, porque soy de lo más austero, sino porque me gusta observarla, me gusta ver como los publicistas intentan rizar el rizo para vendernos cosas que puedan hacernos más o menos falta, y me gusta preguntarme, especialmente con según que artículos ofertados, «¿cuántos gilipollas irán en masa a comprarlo?»

    El anuncio que tantas arcadas te da, por lo que cuentas, pertenece a la nueva campaña de la ONCE para vender los cupones de «rascar y ganar». A mí, más que arcadas, lo que me da es risa.

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