Se llama Claire True-Ligth. Y lleva casi 21 años conmigo. Ha sufrido muchos desperfectos. El principal quizás un accidente en su extremo superior derecho a consecuencia de un flexo de luz halógeno que a punto estuvo de derretirlo. Pero luce. Lo sigue haciendo después de 21 años, con los mismos neones con los que llegó de fábrica. Jamás los he cambiado, ni sé dónde los encontraría: es norteamericano, lo compré en Nueva York durante unos meses en los que viví allí. Ése deteriorado pero fiel espejo ya no tiene la prestancia de sus buenos tiempos, pero a mí me reconforta.
Esta mañana he recibido una carta de Orange. ¿Recordáis el caso? Lo enlazó pero también lo resumo. Su dispositivo para Internet no funcionó más que dos meses. Pero siguieron cobrando. Este verano, con un contrato para Europa y todos los parabienes de Orange, me dejó colgada sin Internet en Berlín. Y gasté lo que ni se sabe en llamar desde allí a su servicio técnico que no logró resolver el problema. Todos los intentos para que funcionase el dispositivo en meses siguientes fueron baldíos. Para darme de baja me exigieron una carta manuscrita. Como en la Edad Media. La envié el último 24 de Junio, junto con su “traducción” tipográfica. Hoy, a la Es timada Rosa María, le dicen que faltan datos que no faltan. Envié TODO lo requerido.
He intentado solventarlo por teléfono. Pero la única posibilidad de hablar con Orange pasaba por marcar mi número, y… no lo reconocía. Así que he vuelto a enviar todo desde la papelería habitual, con carta aclaratoria.
Antes de salir he llamado para otra gestión a un garaje imposible que existe en el centro de Madrid. Me metí el viernes sin saber la ratonera que representaba. Resulta bastante improbable que cumpla las normas, no hay espacio. No digo yo para un maestro en tetris, un catedrático, un humano normal se ve en serios apuros. Y terminé rozando el coche. Pertenece a un hotel de campanillas, según supe. Me han dicho que no lo pagaban, y que “lleva toda la vida así”.
-Hay muchas cosas en este país que “llevan toda la vida” y no funcionan, he respondido.
En el 010 del Ayuntamiento, me han atendido de maravilla. Las lágrimas de emoción me embargaban. Y me han facilitado un número al que llamar para contactar con el Informador Urbanístico que me dará personalmente explicaciones sobre la normativa y si ese garaje la cumple. Eso sí, con la advertencia de que no se me ocurriera ir sin obtener una cita telefónica: no ha dejado de comunicar un instante, hasta la 1,30 que termina su servicio. Probaré mañana. Hay que ser optimista.
Un señor en la papelería, se ha sentido muy ofendido cuando les he dicho a mis conocidas de la tienda, que este país no funciona. Ha opinado que debería irme. Le he contestado que no, que deberían irse quienes impiden que funcione.
Por la tarde, he acudido a una cita en la calle Arturo Soria, una de las zonas con más alta concentración de mala educación de Madrid, según larga experiencia. Son ricos, y los ricos no tienen las mismas obligaciones que los demás. Al menos los que transitan por los aledaños del centro comercial. Al salir, eran las fatídicas 5 de la tarde. Grandes automóviles habían cortado todo un carril para que los papas recogieran a sus criaturitas que salían de colegios y guarderías. Enseñándoles buenas maneras, educación vial y a pensar en los demás. Pero, claro, según Ángela Vallvey, luego llega este gobierno y despierta una prematura sexualidad en los niños y se echan a perder. Y por eso está como está la infancia. Que nosotros, los españoles, no somos unos salidos como las niñas afganas que se casan a los 5 años. De pederastia (afgana), ni hablemos.
Poco más allá, otro coche, también con tiernos niñitos rubios, ha girado en redondo en una calle, conducido por el progenitor. En el cruce, el mayor atasco de la historia, con coches obstruyéndose unos a otros, como si los hubieran lanzado desde lo alto y hubieran caído en una pura anarquía, sin dejan avanzar a nadie.
Luego he ido a reparar el DVD que se estropeó el fin de semana, a los 3 meses de la avería anterior, y a los 2 años de ser comprado. Su disco duro contiene asuntos que preferiría conservar. 36 euros porque me hagan un presupuesto. Si reparo, me los devuelven. En caso contrario, los pierdo. Mientras me atendía, ha sonado el teléfono de la tienda.
-No, señora, ya no se reparan los televisores en los domicilios, tiene que traerlo… Sí, se lo podemos ir a buscar. Por 50 euros.
Al llegar a casa, otro coche había plantado sus reales en la puerta del aparcamiento, como tantas otras veces. Cruzaba una mujer con burka custodiada por su marido, y un adolescente disfrazado de Cristiano Ronaldo. Casi no podía dar un paso porque los zapatos que me veo obligada a comprar –a precio de oro y nunca con rebajas- en una de las tres tiendas que existen en Madrid para tallas grandes –acordes con mi tamaño- suben el precio y bajan la calidad año tras año. Y éstos estaban empezando a hacerme una rozadura. Ni recuerdo ya cuándo había ocurrido la última vez.
Es la vida cotidiana de Madrid, la capital de España. Y puedo estar contenta, porque a veces aún es mucho peor. La que vivimos a diario, emergiendo sobre todas las losas nacionales e internacionales. En la radio dicen cosas muy feas: la apago. Tengo numerosos proyectos esperanzadores, de los que hacen sentir útil. Y un viejo espejo reconfortante. Sólido, contra viento y marea. Un espejo que desafía a su propio destino.