No es liberalismo, es neofeudalismo

Vivimos tiempos tan confusos que ya no sabemos qué sistema político y económico es el hegemónico. Nos cansamos de despotricar contra el liberalismo como causa de nuestros males actuales -también pasados y futuros- y no advertimos el cambio de régimen que se ha producido ante nuestros ojos. «El liberalismo -copio- es un sistema filosófico, económico y de acción política, que promueve las libertades civiles y el máximo límite al poder coactivo de los gobiernos sobre las personas; se opone a cualquier forma de despotismo y es la doctrina en la que se fundamentan el gobierno representativo y la democracia parlamentaria». Prima el individualismo, la libertad, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, y el respeto a la propiedad privada como fuente de desarrollo individual, y como derecho inalterable que debe ser salvaguardado por la ley y protegido por el Estado. Es evidente que no es lo que está sucediendo ahora, los gestores de la crisis no están siendo obligados a asumir responsabilidades y la ley del embudo es norma en el trato a unos ciudadanos y otros, apenas protege el Estado, los Estados, los derechos de los ciudadanos de a pie frente a los desmanes de los poderosos, más aún, les obliga a pagar los errores de los otros.

 Los viejos liberales afrontaban las consecuencias de sus negocios. Si les salían bien, atesoraban múltiples ganancias que, por supuesto, no repartían. Pero, si fracasaban, apechugaban con sus pérdidas, se iban a la bancarrota. Ahora socializamos las pérdidas, pero no los beneficios, luego tampoco es socialismo o socialdemocracia. Sencillamente, hemos vuelto al feudalismo. Es decir, la organización social, política y económica basada en el feudo que predominó en la Europa occidental entre los siglos IX y XV. Se trataba de propiedades de terrenos cultivados principalmente por siervos (ciudadanos libres), parte de cuya producción debía ser entregada en concepto de «censo» (arriendo) al amo de las tierras -«por la gracia de Dios»-, en la mayoría de los casos un pequeño noble (señor) nominalmente leal a un rey. Gran papel de la Iglesia Católica en el invento, durante los concilios de Charroux y de Puy consagra a los prelados y señores como jefes sociales y sanciona con graves penas la desobediencia de estas normas. Los señores, a partir de ese momento, «reciben el poder de Dios» y deben procurar la paz entre ellos, pacto que deben renovar generación tras generación. En los países desarrollados, el peso decisorio de la Iglesia Católica, es, hoy, escaso, pero en España -daño añadido- es una losa de varios quintales.

Estamos ante la falsa creencia de que tomamos decisiones al votar, pero el orden social se decide en consejos de administración privados con la connivencia de los gobiernos y de otros poderes  -hoy, también los potentes medios de comunicación-. Como en la Edad Media, si el señor, los señores, emprenden una campaña, y fracasan, se paga con los impuestos de los nuevos siervos, o se les recorta la paga en nuestro caso. El señor nunca pierde. Al igual que en las Cruzadas, los señores van con sus estandartes -ahora sus logos- a conquistar nuevos mercados y nuevas fuentes de financiación -catequizar infieles era la excusa-, sufragados por la plebe y, de nuevo, sin repartir beneficios. Lo que es peor, ahora les bordamos sus logos entusiasmados, consumiendo cuanto nos mandan.

«Washington concederá más ayudas a General Motors y Chrysler» -leo-. Ni el meritorio Obama cambia completamente el rumbo, ahora esto, tras prometer insuflar también un nuevo billón de dólares al sistema. Que los causantes de la crisis no estén en la cárcel, que incluso cobren sus primas pactadas como si nada pasara, casi es una anécdota. Muy ilustrativa, eso sí. Angela Merkel, la envidiable conservadora alemana, «anticipa que la próxima reunión del G20 no resolverá la crisis» -dice que harán falta muchas más-.

Los nuevos siervos seguiremos pagando, ajustando un agujero más cada vez los cinturones. Traigo de nuevo la frase premonitoria de Josep Stiglitz, Premio Nobel de Economía, sobre las medidas que se estaban -y están- adoptando «es como poner transfusiones a alguien con hemorragia interna». Lo único es que, como en el feudalismo, quien lucha y se desangra es el ciudadano. Nos van a hacer vivir una espantosa agonía, hasta que se convenzan de que, por este camino, no vamos a ninguna parte. Y, digo yo, algo tendremos que decir ¿no?