
Hacía tiempo que no me veía en el trance de comprar juguetes. Pero una nueva amiga me invitó al cumpleaños del séptimo cumpleaños de su hija. Ni conozco demasiado a la madre, ni había visto a la niña.
Indagué en Internet sobre tiendas especializadas. No vi gran cosa. Y se hizo la víspera del evento sin adquirir el regalo, que se mezclaba con la preparación del acto de presentación de Europa en Suma. Una compañera, con la que salí a imprimir papelería, me llevó a una tienda de juguetes «de madera»,» esos que gustan a algunos padres pero ni un pijo a los críos», me advirtió. Lo mismo debió pensar la dueña del establecimiento porque el surtido que ofrecía era el de cualquier juguetería. A punto de marcharme, me retuvo. «¿Qué busca? ¿le puedo ayudar?» Le expliqué que algo educativo para una niña de 7 años.
Me ofreció juegos de maquillaje para prepararlos una misma, una especie de química aplicada al embellecimiento artificial temprano. Ante mi negativa, me llevó hasta una mochila. Rosa fosforescente con muchos lazos y adhesivos -era para una niña-. No me convenció y salí. «Has hecho bien», me dijo Marigel que aguardaba en el coche, las mochilas tienen que ser de marca y las que estén de moda, en caso contrario no aciertas».
Tras nuestras gestiones, emprendimos carrera -dado que estaban a punto de cerrar- por una calle céntrica donde había leído estaba la juguetería más antigua de Madrid. Un vistazo urgente al traspasarla no me iluminó. El vendedor se ofreció a aconsejarnos.
«Lo que se lleva son juegos de princesas», nos dijo. Y nos sacó cajas con profusión. Para disfrazarse, para jugar a serlo. Yo seguía sin verlo claro. ¿Y arquitecturas o algo así que sea más creativo? Aventuré. ¡Playmobil!, dijo él viendo una luz. El viejo juego ha sido adaptado a las niñas. Existen casas con todas sus habitaciones. En una, la muñequita plancha y lava, con sendos útiles. En otra, se sienta en el salón con un muñequito. Separados. En otra, un dormitorio con dos castas camas. La sagrada familia.
El reloj corría y yo no me decidía. Al fin, opté por la sala de lavado y plancha y el dormitorio -sólo uno me parecía un regalo pobre-. Y el señor se bajó al almacén a buscarlos. Otro dependiente, viendo que no hacían la venta, avanzó unas cuantas páginas y me mostró un dormitorio más suntuoso: era ¡el de una princesa! Con una sola cama, no sé si para ella sola -que la merece más grande- o para compartir. Y claudiqué: «Mire Vd., la sala de labores domésticas y el dormitorio principesco. Y así pensamos en una evolución más basada en la realidad. »
«¿Y cuál?, apunto Marigel, ¿va de súbdita a princesa o al revés?
Los dependientes, ya con sus cajas, nos miraban pensando que estaban ante dos peligrosas locas, rojas y feministas. Y yo seguía sin estar conforme. En un último intento husmeé por las estanterías y encontré una caja registradora, rosa por supuesto, que por lo menos llevaba una calculadora dentro. Y eso fue lo que compré. A riesgo de convertir a la cría en una capitalista desaforada, activa representante de la sociedad de consumo. Pero es que no encontré ni uno sólo sin ideología.
La niña era despierta y muy movida. Lo que más le gustó del juguete fue el micrófono para decir: «el siguiente», e indagó con vertiginosa rapidez todos los mecanismos del ingenio. Tenía muchas muñecas de princesa. Y un precioso juego para saltar y bailar. Cualquiera de los juguetes que vi le hubiera gustado más que aquél que compré.
Sigue, por tanto el rosa y el azul, el consolidar los papeles adquiridos durante siglos, los modos tradicionales de vida. ¿La escapatoria? Ser princesa. Consorte. En la niñez se cimenta nuestra vida y nadie parece apostar aquí por mover ni un solo milímetro.





